Por
qué revistas como ‘Nature’, ‘Science’ y ‘Cell’ hacen daño a la ciencia.
RANDY
SCHEKMAN,
El premio Nobel de
Medicina, protesta contra el sistema de publicaciones en el mundo de la
investigación
Soy científico. El
mío es un mundo profesional en el que se logran grandes cosas para la
humanidad. Pero está desfigurado por unos incentivos inadecuados. Los sistemas
imperantes de la reputación personal y el ascenso profesional significan que
las mayores recompensas a menudo son para los trabajos más llamativos, no para
los mejores. Aquellos de nosotros que respondemos a estos incentivos estamos
actuando de un modo perfectamente lógico —yo mismo he actuado movido por
ellos—, pero no siempre poniendo los intereses de nuestra profesión por encima
de todo, por no hablar de los de la humanidad y la sociedad.
Todos sabemos lo
que los incentivos distorsionadores han hecho a las finanzas y la banca. Los
incentivos que se ofrecen a mis compañeros no son unas primas descomunales,
sino las recompensas profesionales que conlleva el hecho de publicar en
revistas de prestigio, principalmente Nature, Cell y Science. Se supone que
estas publicaciones de lujo son el paradigma de la calidad, que publican solo
los mejores trabajos de investigación. Dado que los comités encargados de la
financiación y los nombramientos suelen usar el lugar de publicación como
indicador de la calidad de la labor científica, el aparecer en estas
publicaciones suele traer consigo subvenciones y cátedras. Pero la reputación
de las grandes revistas solo está garantizada hasta cierto punto. Aunque
publican artículos extraordinarios, eso no es lo único que publican. Ni tampoco
son las únicas que publican investigaciones sobresalientes.
Estas revistas
promocionan de forma agresiva sus marcas, de una manera que conduce más a la
venta de suscripciones que a fomentar las investigaciones más importantes. Al
igual que los diseñadores de moda que crean bolsos o trajes de edición
limitada, saben que la escasez hace que aumente la demanda, de modo que
restringen artificialmente el número de artículos que aceptan. Luego, estas
marcas exclusivas se comercializan empleando un ardid llamado “factor de
impacto”, una puntuación otorgada a cada revista que mide el número de veces
que los trabajos de investigación posteriores citan sus artículos. La teoría es
que los mejores artículos se citan con más frecuencia, de modo que las mejores
publicaciones obtienen las puntuaciones más altas. Pero se trata de una medida
tremendamente viciada, que persigue algo que se ha convertido en un fin en sí
mismo, y es tan perjudicial para la ciencia como la cultura de las primas lo es
para la banca.
Es habitual, y
muchas revistas lo fomentan, que una investigación sea juzgada atendiendo al
factor de impacto de la revista que la publica. Pero como la puntuación de la
publicación es una media, dice poco de la calidad de cualquier investigación
concreta. Además, las citas están relacionadas con la calidad a veces, pero no
siempre. Un artículo puede ser muy citado porque es un buen trabajo científico,
o bien porque es llamativo, provocador o erróneo. Los directores de las
revistas de lujo lo saben, así que aceptan artículos que tendrán mucha
repercusión porque estudian temas atractivos o hacen afirmaciones que
cuestionan ideas establecidas. Esto influye en los trabajos que realizan los
científicos. Crea burbujas en temas de moda en los que los investigadores
pueden hacer las afirmaciones atrevidas que estas revistas buscan, pero no
anima a llevar a cabo otras investigaciones importantes, como los estudios
sobre la replicación. En casos extremos, el atractivo de las revistas de lujo
puede propiciar las chapuzas y contribuir al aumento del número de artículos
que se retiran por contener errores básicos o ser fraudulentos. Science ha
retirado últimamente artículos muy impactantes que trataban sobre la clonación
de embriones humanos, la relación entre el tirar basura y la violencia y los
perfiles genéticos de los centenarios. Y lo que quizá es peor, no ha retirado
las afirmaciones de que un microorganismo es capaz de usar arsénico en su ADN
en lugar de fósforo, a pesar de la avalancha de críticas científicas.
Hay una vía mejor,
gracias a la nueva remesa de revistas de libre acceso que son gratuitas para
cualquiera que quiera leerlas y no tienen caras suscripciones que promover.
Nacidas en Internet, pueden aceptar todos los artículos que cumplan unas normas
de calidad, sin topes artificiales. Muchas están dirigidas por científicos en
activo, capaces de calibrar el valor de los artículos sin tener en cuenta las
citas. Como he comprobado dirigiendo eLife, una revista de acceso libre
financiada por la Fundación Wellcome, el Instituto Médico Howard Hughes y la
Sociedad Max Planck, publican trabajos científicos de talla mundial cada
semana.
Los patrocinadores
y las universidades también tienen un papel en todo esto. Deben decirles a los
comités que toman decisiones sobre las subvenciones y los cargos que no juzguen
los artículos por el lugar donde se han publicado. Lo que importa es la calidad
de la labor científica, no el nombre de la revista. Y, lo más importante de
todo, los científicos tenemos que tomar medidas. Como muchos investigadores de
éxito, he publicado en las revistas de renombre, entre otras cosas, los
artículos por los que me han concedido el Premio Nobel de Medicina, que tendré
el honor de recoger mañana. Pero ya no. Ahora me he comprometido con mi
laboratorio a evitar las revistas de lujo, y animo a otros a hacer lo mismo.
Al igual que Wall
Street tiene que acabar con el dominio de la cultura de las primas, que fomenta
unos riesgos que son racionales para los individuos, pero perjudiciales para el
sistema financiero, la ciencia debe liberarse de la tiranía de las revistas de
lujo. La consecuencia será una investigación mejor que sirva mejor a la ciencia
y a la sociedad.
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