martes, 19 de noviembre de 2013



Los últimos 100 días de Kennedy

Cien días antes del magnicidio, John F. Kennedy veía morir a su hijo Patrick en el hospital infantil de Boston. El bebé había nacido prematuro y con graves problemas respiratorios y su muerte dejó una huella profunda en la conducta de su padre.
Desde entonces, Kennedy pasó más horas con sus hijosdejó de acostarse con sus amantes y puso cierto empeño en mejorar su relación con Jackie
Patrick Bouvier Kennedy apenas sobrevivió 39 horas después del parto. Pero su muerte golpeó de un modo especial al presidente, que lo acompañó durante la agonía y lloró luego la pérdida a solas en la sala de calderas del hospital. Quienes estuvieron presentes en el funeral recuerdan el desconsuelo del presidente y su despedida en el cementerio de Holyhood. Pero también su voluntad de que el luto no interfiriera en la agenda de la Casa Blanca. «El impacto de la muerte de Patrick sobre el presidente fue muy fuerte», explica a este diario su biógrafo Clarke. «Al fin y al cabo fue él quien pasó ese tiempo con el niño porque Jackie seguía ingresada en otro hospital. En el funeral intentó aferrarse al ataúd cuando iban a sacarlo de la iglesia y luego lloró durante horas en los brazos de su esposa».
No era la primera vez que el presidente perdía un hijo. Siete años antes había nacido muerta su primogénita Arabella en un suceso muy similar. Pero entonces Kennedy no estaba al lado de su esposa sino rodeado de mujeres en la isla de Capri y sólo volvió a casa después de que un amigo le dijera: «Saca tu culo de ahí y vuelve junto a Jackie si quieres ser presidente».
Al salir con su mujer del hospital, el presidente la llevaba de la mano. Un gesto que desató cierta sorpresa entre su entorno, que no le había visto hacerlo ni siquiera en sus momentos íntimos. «Aquello fue el preludio de sus mejores días como pareja», explica Clarke. «Kennedy le dijo a Jackie que no deberían tener esa atmósfera de tristeza en la Casa Blanca porque no sería bueno para el país ni para el trabajo que tenían que hacer juntos. Una frase que indicaba el valor que atribuía a su esposa en su éxito personal».
«Quizá ahora Jack está empezando a abrirme el corazón», dijo Jackie a una amiga al contarle cómo su esposo había llorado en sus brazos tras la muerte de su hijo. Entonces sus palabras eran apenas un deseo. Pero el presidente puso un empeño especial en cuidar de su esposa en los meses que precedieron a su muerte. Nunca había sido un matrimonio feliz. Entre otras cosas porque Jackie era consciente de la condición de mujeriego de su esposo. «Ella siempre supo que no era la única mujer que se acostaba con Jack y se lo decía a menudo a sus amigas antes de casarse», dice Clarke. «Le angustiaba no saber si a ella la quería más que a las demás y al principio pensó que el matrimonio era la prueba definitiva de que así era».

A Kennedy le encantaba leer en la bañera o durante las comidas y se intercambiaba libros con su esposa. Al volver del hospital, le dio a Jackie uno que acababa de publicar el vaticanista del 'New Yorker' y ella le regaló una biografía de Mauricio de Sajonia: un ilustrado que ejerció como general en la corte de Luis XIV y que guardaba muchos parecidos con el presidente. Al igual que Kennedy, Mauricio era «un soñador y un idealista» que «amaba las mujeres y la gloria» y estaba en una fiesta cuando su esposa perdió a su primer hijo. El mariscal francés incluso tuvo su propia Marilyn Monroe, la actriz Adrienne Lecouvreur, con la que mantuvo una relación que alcanzó cierta notoriedad.

¿Era el libro un mensaje cifrado para su esposo? Si es así Kennedy lo cazó al vuelo porque cambió sus hábitos en los últimos meses de su vida. «La muerte de su hijo le llenó de pena y de sentido de responsabilidad hacia su mujer y hacia su familia», diría después la joven becaria Mimi Beardsley, con la que el presidente mantenía una relación intermitente desde hacía unos meses.
Prueba de ello es que Kennedy no intentó acostarse con las dos estrellas de Hollywood que lo visitaron esos días en la Casa Blanca. A Greta Garbo la despachó regalándole una estatuilla de marfil. A Marlene Dietrich, que por entonces tenía 62 años, la recibió durante unos minutos en el despacho oval en la sobremesa del 10 de septiembre. Un recibimiento frío si tenemos en cuenta que unos meses antes se había acostado con ella en el piso de arriba.
Unos días después de la muerte de su hijo, Jackie recibió un telegrama de su hermana invitándola a un crucero en el yate de Aristóteles Onassis. Al naviero griego lo habían conocido los Kennedy durante un viaje por Europa en 1955. Pero sus problemas con la Justicia habían convencido al presidente de que era «un pirata y un delincuente» y le habían llevado a advertir al guardaespaldas Clint Hill que su esposa no debía cruzarse con él durante un viaje a Grecia en 1961. Kennedy no quiso decirle a Jackie que no debía ir porque temía una depresión como la que sufrió después de la muerte de Arabella. Pero le preocupaba el impacto del viaje en la víspera de un año electoral y la presencia de su esposa en un yate con grifería de oro, pinturas del Greco y taburetes recubiertos con piel de testículos de ballena.
A finales de septiembre empezaron a llegar cientos de cartas reprobando el viaje y la Casa Blanca intentó mitigar el escándalo con una nota de prensa trufada de mentiras. El presidente escribió a su esposa pidiéndole que acortara sus vacaciones para atenuar el escándalo. Pero Jackie no se dio prisa por volver y aceptó la invitación de Hasan II, que la recogió en su avión privado, la alojó en un palacio de Marraquech y reclutó a varios peluqueros parisinos para retocar su corte de pelo. Fue a la vuelta cuando JFK le pidió a su esposa que lo acompañara a Texas en noviembre para un puñado de actos de campaña. Ella anotó las fechas en su agenda roja.

Poco después de la muerte de Patrick, una joven alemana embarcaba en Washington rumbo a Berlín escoltada por una persona de su entorno. Se llamaba Ellen Rometsch y se había acostado varias veces con el presidente gracias a la intercesión de Bobby Baker, que trabajaba en el Senado y les presentaba a los políticos mujeres a las que describía como «jovenzuelas con ganas de pasárselo bien». Su ficha policial describe a Rometsch como una mujer voluptuosa y con gusto por el maquillaje. Pero también recuerda que se había criado en la Alemania Oriental y que había pertenecido a varios grupos comunistas. Un extremo que había alertado J. Edgar Hoover, siempre dispuesto a apuntalar su poder como director del FBI a base de chantajes.

Hoover envió un agente a contarle a Bobby Kennedy las correrías de su hermano con la joven comunista y éste enseguida agradeció su discreción. Así fue como Bobby y el presidente decidieron que la única solución era deportar a Rometsch. En el Reino Unido acababa de estallar el 'escándalo Profumo' y tenían miedo que la identidad de la chica emergiera durante su carrera por la reelección.
¿Habrían emergido la relación de Kennedy con Rometsch o su condición de mujeriego sin el magnicidio de Dallas? «Es difícil decirlo», explica su biógrafo Clarke. «Mi impresión es que no porque entonces los periodistas no solían meterse en la vida privada de los políticos. Lyndon B. Johnson nunca se molestó en esconder que era tan mujeriego como Kennedy y nunca leímos esas historias en los periódicos».
A Kennedy nunca le gustó su vicepresidente. Pero varios detalles indican que en los últimos días de su vida había empezado a perder la paciencia con él. Procuraba evitar su compañía, se mofaba de sus defectos y le preocupaba pensar que podría sucederle cuando dejara el cargo. «Kennedy y Johnson nunca se llevaron bien», explica Clarke. «Johnson nunca pensó que Kennedy fuera un buen político y no compartía muchas de sus decisiones. Le parecía un error empezar a vender trigo a la Unión Soviética o iniciar una retirada de las tropas de Estados Unidos en Vietnam».
Tres días antes de su muerte, Kennedy le contó a su secretaria Evelyn Lincoln que Johnson no repetiría como candidato a la vicepresidencia. Un extremo que concuerda con el hecho de que no estuviera el 12 de noviembre entre los invitados a la primera reunión del equipo para la campaña por la reelección. «Hubo quien dijo que Evelyn se lo inventó pero no es cierto», aclara Clarke. «Yo he visto el cuaderno en el que lo apuntó».
El 30 de agosto de 1963 Kennedy estableció una línea telefónica directa con el líder soviético Nikita Krushchev. Ambos se habían repuesto de sus desencuentros y habían trabado una relación más o menos cercana. Así fue como rubricaron el tratado que prohibía los ensayos nucleares y como mantuvieron una frecuente correspondencia personal.
Kennedy logró que el Congreso ratificara el tratado justo antes de morir y sorprendió al mundo al lanzar la idea de que estadounidenses y soviéticos diseñaran una misión conjunta a la Luna. «Aquello dejó de piedra a todo el mundo», explica Clarke. «Al fin y al cabo habría supuesto el final de la carrera espacial y el principio del fin de la Guerra Fría. Jruschev y Kennedy tenían orígenes muy distintos. Pero ambos eran figuras solitarias que sufrían presiones de los 'halcones' de sus respectivos países. A menudo, la gente olvida lo lejos que llegó su relación. Pero mi impresión es que habría sido similar a la de Ronald Reagan y Mijail Gorbachov si no la hubiera truncado el magnicidio».
El 28 de agosto de 1963 Martin Luther King pronunció en Washington el mejor discurso de su vida. Sus palabras fueron la guinda de una marcha por los derechos civiles que a Kennedy no le gustaba y que intentó por todos los medios evitar. El presidente temía que la muchedumbre espantara a los senadores que debían aprobar las reformas que acababa de presentar en el Capitolio. Respaldó el evento y llegó a decir que asistiría. Pero sólo después de que sus organizadores acotaran su duración y lo programaran un miércoles para evitar extender sus efectos durante el fin de semana.
Hasta 150 congresistas se acercaron a la marcha. Pero no estuvo el presidente, que siguió el acto desde la azotea de la Casa Blanca y escuchó la arenga de King en su televisor. «¡Dios bendito! Es un discurso impresionante. Ojalá estuviera allí», le dijo a uno de sus asesores. Unos minutos después, Kennedy recibió en el despacho oval a los organizadores de la marcha y le dijo al oído a King: «I have a dream…». No fue un encuentro fácil por la terquedad del presidente y por las demandas de los activistas, que querían que impulsara una ley más ambiciosa para atajar la discriminación racial.
«King y Kennedy nunca se fiaron el uno del otro», explica Clarke. «El líder afroamericano se sentía defraudado porque JFK no había impulsado la ley de derechos civiles en sus dos primeros años en la Casa Blanca. Pero sus recelos empezaron a menguar cuando el presidente pronunció en junio el discurso en el que dijo que la lucha por la igualdad era tan vieja como la Biblia. King dijo entonces que aquél era el mejor discurso racial que había pronunciado nunca un presidente incluido Lincoln».

En septiembre de 1963 Jackie convenció a unos amigos y a varios agentes del servicio secreto para hacer una parodia de una película de James Bond. Se trataba de simular el asesinato del presidente y Kennedy fingió que caía fulminado en el embarcadero con la boca rebosando zumo de tomate. A primera vista puede parecer un detalle extraordinario. Pero no lo es tanto si tenemos en cuenta que JFK hablaba abiertamente sobre la posibilidad de un magnicidio. «Lo mejor es un arma de fuego. Un disparo es la forma perfecta de morir», le dijo a un amigo en Florida cinco días antes de su muerte. «Kennedy había estado a punto de morir de escarlatina y había recibido hasta tres veces la extrema unción», explica su biógrafo Clarke. «Su hermano había muerto en la guerra y era consciente de que había un margen muy tenue entre la vida y la muerte».

Muchos advirtieron al presidente que no debía ir a Dallas a finales de noviembre. Entre ellos el embajador Adlai Stevenson, que había sufrido la agresión de un grupo de ultraderechistas de la ciudad. Pero las amenazas nunca arredraron a Kennedy, que cuatro días antes de su muerte le dijo a uno de sus asesores: «Si alguien quisiera matarme con un rifle de mira telescópica, podría hacerlo durante un desfile en coche. Hay tanto ruido que nadie podría mirar y decir que vino de aquella ventana».
Dallas era la escala más polémica de un viaje que incluía eventos en San Antonio, Houston y Fort Worth. El objetivo de la visita era calentar la campaña por la reelección en un estado que en 1960 había votado por Nixon y que esta vez los demócratas aspiraban a recuperar. Jackie se dirigió en español a la muchedumbre y su esposo hizo lo posible por desplegar sus encantos durante los eventos pese a su desprecio por los caciques amigos del gobernador John Connally.
El presidente no durmió con su esposa la última noche de su vida. La Casa Blanca había llevado el colchón individual en el que dormía para aplacar su dolor de espalda y el hotel olvidó colocar un segundo colchón en el otro lado de la cama. Un extremo que llevó a Jackie a dormir en la misma suite pero en el dormitorio de al lado. Unos minutos antes de volar a Dallas, el presidente le dijo a su esposa unas frases que nunca olvidaría: «Ya sabes que hoy nos dirigimos a la ciudad de los chalados. Pero si alguien quisiera matarme desde una ventana con un rifle nadie podría pararle¿Así que por qué preocuparse?».
Antes de iniciar el desfile, un agente del servicio secreto sugirió la posibilidad de colocar la capota sobre la limusina para proteger a la comitiva del sol. Pero ni siquiera se atrevieron a sugerirlo porque a Kennedy le gustaba sentirse cerca de la muchedumbre. Al entrar en la plaza Dealey, el presidente llevaba puesta la tercera camisa del día y acababa de sugerirle a su esposa que se quitara las gafas de sol. «¡No puedes decir que Dallas no te quiera!», le dijo a gritos, justo antes del primer disparo, la esposa del gobernador.

viernes, 15 de noviembre de 2013



Una historia de tres padres

La hija de un general torturado por Pinochet y la de otro que sirvió al dictador se enfrentan en las elecciones presidenciales de Chile. El tercer candidato es hijo de un líder del MIR abatido por la policía pinochetista

El general Fernando Matthei, otrora comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile, habrá de despertarse el domingo 17 de noviembre anticipando un día excepcional, donde tendrá la oportunidad única de votar por su propia hija Evelyn como candidata a la Presidencia. Un día en que espera que no le ronden resquemores y fantasmas.
Falta que le hace a Evelyn Matthei, que representa a la Alianza derechista que actualmente gobierna Chile, el sufragio de su padre, ya que parece asegurada su contundente derrota a manos de la expresidenta Michelle Bachelet, un resultado desdoroso que puede suscitar una crisis letal en la derecha chilena.
Me pregunto qué va a sentir el general Matthei cuando vea en la papeleta electoral el apellido Bachelet junto al suyo. ¿Recordará que hay un chileno, un íntimo amigo suyo, camarada de toda la vida, un general de Aviación que no podrá emitir su voto en estas elecciones? ¿Pensará Fernando Matthei en Alberto Bachelet, padre de Michelle, que no tendrá jamás la posibilidad de votar por su hija, puesto que en marzo de 1974 el general Bachelet murió de un paro cardiaco inducido por las torturas a las que fue sometido durante seis meses por sus propios colegas militares?
Fernando Matthei era agregado aéreo en Londres para el golpe del 11 de septiembre de 1973 y nada pudo hacer para ayudar a su compadre del alma. Su inacción ya es injustificable cuando vuelve a Santiago en enero de 1974 y es nombrado director de la Academia de Guerra de la Aviación, el lugar donde precisamente estaba detenido y fallecería dos meses más tarde el hombre al que su hija Evelyn conocía como el tío Beto. Aunque en varios procesos posteriores la justicia chilena determinó que al entonces coronel Matthei no le cabía culpa penal en la muerte del general Alberto Bachelet, otra cosa es la responsabilidad moral. La que, según el mismo Fernando Matthei, todavía le pesa y avergüenza, según confiesa en un libro de 2003: “Primó la prudencia”, dice, “por sobre el coraje”.
Ni el más delirante novelista podría haber imaginado una historia más inusitada, de dos amigos con destinos tan contrarios. Uno que muere por haber tenido el coraje, pero tal vez no la prudencia, de aceptar, con rango ministerial, un puesto en el Gobierno de Salvador Allende. Y el otro que vive con excesiva prudencia y sin coraje para convertirse por dos años en el ministro de Salud de Pinochet y enseguida, durante 13 años, integrante de la Junta. La hija de Alberto, que llegaría a ser ministra de Salud y después de Defensa en el Gobierno de centro-izquierda de Ricardo Lagos, y la hija de Fernando, que fue senadora y después ministra de Trabajo en el Gobierno conservador de Sebastián Piñera. La socialista que fue presidenta de Chile y la derechista que aspira a serlo.

Y es aquí donde la historia de Chile nos ofrece otra sorpresa. Puesto que el general Matthei reconocerá en la papeleta con los aspirantes a la Presidencia el apellido de otro candidato cuyo padre tampoco podrá votar en estas elecciones porque fue ultimado por la dictadura.Aunque a estas alturas a lo que de veras aspira es a obtener una votación que le permita ocupar por lo menos un honroso segundo lugar en las urnas.
Se trata de Marco Enríquez, hijo de Miguel Enríquez, líder del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), abatido por la policía secreta en una calle de Santiago el 5 de octubre de 1974. Dejando tras de sí a un hijo de un año y medio de edad, que ahora, casi 40 años más tarde, le está pisando los talones a Evelyn Matthei. Si Marco puede, en efecto, repetir el 20% de los votos que consiguió con su candidatura a la Presidencia en las elecciones de 2009, logrará desplazar a la hija del general Matthei, para enfrentarse a Michelle Bachelet en una posible segunda vuelta, permitiendo que el pueblo de Chile eligiera entre dos candidatos progresistas.
¿Qué diría Miguel si viera hoy a su hijo defendiendo la necesidad de transformar a Chile por medios pacíficos, si contemplara a su hijo desechando la violencia en que creía con fervor?
Tantos otros revolucionarios latinoamericanos sobrevivieron a la represión de las dictaduras y llegaron a entender que la democracia, lejos de ser la camisa de fuerza de los pueblos, es condición esencial de todo cambio profundo, toda justicia duradera. Espero que así hubiera evolucionado también Miguel, que fue tan imprudente en sus ideas y acciones, y a la vez tan pleno de coraje en su vida, tan animado por una sed de liberación humana, que todavía emociona.

Si hay una insinuación de justicia divina en la derrota que Evelyn va a sufrir incontestablemente a manos de Michelle, un hecho maravillosamente simbólico que la hija de Alberto triunfe sobre la hija del hombre que abandonó a su padre, ¿no sería más que divino y justo que el hijo del guerrillero e insurrecto Miguel Enríquez dejara fuera de juego a la candidata del pinochetismo? Que el hijo de una de las víctimas le ganara a la hija de uno de los cómplices de esa política de exterminio sería una muestra definitiva de que Chile le ha dado para siempre la espalda al legado de Pinochet.
Pero queda en este cuento inverosímil de fantasmas y padres y linajes todavía una vuelta más de la tuerca histórica.
Puesto que fue el mismo aborrecible general Matthei el que facilitó que hubiera hoy en Chile elecciones libres, que su propia hija y la hija de su compañero Alberto y el hijo de su enemigo Miguel pudieran disputar la Presidencia, y que fuera el pueblo de Chile, y no sus Fuerzas Armadas, el que decidiera el porvenir.

Fue para el plebiscito de 1988. Cuando Pinochet quiso desconocer su derrota y fomentar un autogolpe que lo mantuviera indefinidamente en el poder, fue el general Matthei quien impidió tal maniobra, concediendo públicamente la victoria del “no”, abriendo paso al retorno de la democracia.
Quisiéramos creer que Fernando Matthei, esa noche de octubre de 1988, estaba pagando una deuda con su viejo amigo Alberto, mostrando ante Pinochet la valentía que no mostró 14 años antes cuando ni siquiera fue a visitar ni menos a consolar a un camarada al que estaban torturando a escasos metros de su propia oficina en la Academia de Guerra.
Es una deuda, sin embargo, que no está enteramente saldada. Le queda al general Matthei, a los 88 años de edad, todavía otro gesto de redención con que pudiera señalar silenciosamente su verdadero arrepentimiento, conseguir que los fantasmas finalmente lo dejen en paz.
Sería un gesto simple, aunque arriesgado.
Solo bastaría que el general, cuando entre al recinto electoral este próximo 17 de noviembre y recorra la lista de los candidatos, solo bastaría que el general Fernando Matthei decida en forma clara y tajante, y deliberada, hacer una pequeña marca al lado del nombre de Michelle Bachelet. Bastaría solamente entonces que él, su tío Fernando, vote por ella, puesto que es desafortunadamente imposible que lo haga ahora y siempre su papá.

martes, 12 de noviembre de 2013

HOWARD, EL TEMPLO DEL SABER AFROAMERICANO DE ESTADOS UNIDOS


A simple vista la Universidad de Howard, al norte del centro de Washington, es muy parecida a los otros campus universitarios, con grandes explanadas y edificios históricos de estilo victoriano, que hay en la capital de Estados Unidos. Sin embargo, que prácticamente la totalidad de personas que caminan por sus instalaciones sean de raza negra llama rápidamente la atención y delata por qué no se trata de una universidad cualquiera. El motivo es que la historia de Howard es el fiel reflejo de la dramática travesía en la lucha por los derechos de la población negra de Estados Unidos en los últimos 150 años. Casi desde su fundación en 1867, Howard ha sido considerada la universidad negra por excelencia del país, lo que la ha erigido en un símbolo, pero, a su vez, en un testigo directo de cómo la vergonzosa segregación racial seguía siendo legal hasta hace menos de 50 años.
El nacimiento de la universidad tiene su origen en el fenómeno de la llegada masiva a Washington en el siglo XIX de ciudadanos negros que huían de los estados del sur, dónde la esclavitud estaba mucho más extendida. En 1800 la población de color ya suponía el 25% del total de la ciudad, alcanzando un peso relevante que propició que la capital federal fuese precursora en concederle más derechos: en 1830 la gran mayoría de esclavos habían sido liberados y en abril de 1862 la esclavitud quedó prohibida por ley, nueve meses antes de que lo decretara en todo el país el presidente Abraham Lincoln. Fruto de esta inmigración se fue generando una creciente demanda de jóvenes negros que querían estudiar en la ciudad. Sin embargo, tenían pocas opciones de hacerlo, pues la segregación y el racismo eran “endémicos”, según cuenta la investigadora Marya Annette McQuirter en su análisis de la historia afroamericana de Washington.
Así, en 1866, tras acabar la Guerra Civil, una congregación religiosa impulsada por el general blanco Oliver Howard pensó en fundar un seminario teológico que educara a sacerdotes negros. Al poco tiempo la idea se extendió y con el apoyo financiero del Congreso de EE UU -que tenía una dotación especial de ayuda para los antiguos esclavos- la congregación decidió crear una universidad de “artes liberales y ciencias” que en teoría estaba abierta a cualquiera pero que en la práctica tenía como principal objetivo educar a “negros y jóvenes”, lo que inicialmente les complicó conseguir comprar un terreno. Howard se inauguró en mayo de 1867 y paradójicamente los primeros estudiantes fueron cuatro chicas blancas, que eran hijas de los administradores. Por entonces, la totalidad de la junta directiva y la inmensa mayoría de profesores también eran blancos.
No obstante, el caso de las cuatro alumnas fue una grandiosa excepción. A los tres meses, “prácticamente todos los estudiantes eran de color”, según detalla el historiador Rayford Whittingham Logan en un completo libro sobre los primeros cien años de la universidad. Desde entonces, la proporción apenas ha variado. El curso pasado, el 92,6% de los estudiantes de grados iniciales eran de raza negra, mientras que en los superiores suponían el 74,9%. El porcentaje de alumnos blancos fue del 1,1% y del 6,2%, respectivamente. “Siempre hemos estado abiertos a ampliar la diversidad”, explica a EL PAÍS el presidente interino del centro, Wayne Frederick, que pone de relieve que actualmente hay estudiantes de 66 países.
Howard no fue la primera universidad de EE UU enfocada hacia la población negra pero rápidamente, según los historiadores, adquirió el aura de ser la “piedra angular” de la educación de los colectivos afroamericanos por la calidad de su enseñanza y su rol social. A los 12 años de su apertura, el Congreso aprobó una dotación especial para Howard, que aún mantiene. Ronda los 200 millones de dólares anuales -equivalente a un cuarto del presupuesto del campus-, lo que la convierte en la universidad histórica negra -hay un centenar con este distintivo oficial, sobretodo en el sur- que recibe más ayudas públicas.
El clima reivindicativo se empezó a cultivar en Howard a finales del siglo XIX pero no fue hasta los años 20 cuando empezó a florecer con intensidad, como consecuencia natural del contexto del momento: en 1900 Washington ya era la ciudad de EE UU con más población negra y, por ende, Howard fue convirtiéndose en uno de los epicentros de ese universo creciente y de sus demandas. El acicate llegó en el verano de 1919 cuando se produjeron choques violentos entre blancos y negros a raíz de la decisión del presidente Woodrow Wilson de instaurar la segregación en todos los edificios federales. Hasta el momento, la segregación en la capital se limitaba principalmente a la educación.
A partir de entonces las protestas fueron ganando terreno y Howard fue un catalizador de todo ello con algunos protagonistas clave. Como el responsable del departamento de filosofía, Alain Locke, que recopiló en 1925 artículos de intelectuales de color en el libro The New Negro, que se convirtió en un apelativo reivindicativo en pleno apogeo del Harlem Renaissance, el movimiento cultural surgido en Nueva York. O el premio Nobel de la Paz Ralph Bunche, que dirigió el departamento de ciencias políticas desde 1928 hasta 1950, y que destacó por su profundo activismo contra la discriminación racial sin que ello le ahorrase críticas a las principales organizaciones civiles negras.
Para muchos el punto de inflexión en el papel de la universidad a favor de los derechos de la población negra llegó en 1926 cuando Howard tuvo, 59 largos años después de su fundación, a su primer presidente de color. Durante los 34 años de mandato de Mordecai Wyatt Johnson, la universidad duplicó sus instalaciones, triplicó el número de alumnos y se afianzó como referencia intelectual y educativa en el imaginario colectivo afroamericano. Entre los licenciados de ese período despuntan, por ejemplo, el exmiembro del Tribunal Supremo Thurgood Marshall (que fue rechazado en la Universidad de Maryland por ser negro), o la premio Nobel de Literatura Toni Morrison, junto a una larga lista de altos cargos políticos.
“No había oportunidades para negros en la mayoría de universidades. Howard ocupó ese vacío y asumió una posición de liderazgo”, subraya Harry Robinson, decano emérito de la facultad de arquitectura, que añade con orgullo que en una época no muy remota el 70% de todos los licenciados negros de arquitectura, derecho, medicina o química de EE UU salían de Howard y que muchos de ellos han conseguido “hitos globales”. Pero más allá de los diplomas, Robinson enfatiza cómo la educación ayudó al desarrollo intelectual de los estudiantes y propició que muchos de ellos fueran algunas de las grandes “personalidades” detrás del movimiento de los derechos civiles que afloró en los años 50 y que tuvo un “profundo impacto” en el campus.
Antes, en la década de los 30 ya habían surgido campañas de boicot a comercios que no contrataban a personal negro en el barrio dónde se ubica Howard, en el que la población de color era y sigue siendo mayoritaria. Y en 1942 un estudiante de derecho fue pionero en la técnica de protesta de los sit-in, que luego se popularizó en los años 60 en el estado de Alabama. Junto a otros alumnos negros decidieron entrar a un café cercano a la universidad al que solo podían acceder blancos y quedarse sentados en las sillas hasta que los echaran. Desde entonces las protestas se fueron repitiendo y se extendieron también a tiendas de cigarrillos.
Y a partir de los años 50 todo se aceleró. La primera gran victoria para los activistas negros llegó en 1953 cuando el Tribunal Supremo decretó la inconstitucionalidad de la segregación racial en Washington basándose en una ley de 1872. Al año siguiente también quedó prohibida la separación en los centros educativos de la capital federal, lo que supuso un ligero incremento del número de estudiantes blancos en Howard. En el conjunto de EE UU, el fin oficial de la segregación no llegó hasta 1964. Según el historiador Logan, en el éxito de estos dos fallos judiciales fue clave el rol de James Nabrit, que fue profesor de derecho en Howard entre 1936 y 1960, y presidente de la universidad de 1960 a 1969. Durante ese período documentó más de 2.000 casos relacionados con los derechos civiles, que ahora se estudian en muchas facultades de derecho.
Como es sabido, el estallido definitivo del movimiento de derechos civiles llegó en 1955 cuando Rosa Parks decidió no sentarse en la zona para negros en el autobús que tomó en Montgomery, Alabama. En Howard el activismo no fue homogéneo, sino que iba “de la derecha hasta la lejana izquierda”, según escribe Logan en su libro. “Sus actividades copan todos los aspectos del movimiento de derechos civiles: social, educativo, económico, político y legal”. Algo en lo que coincide el decano Robinson, que asegura que se “alentaban diferentes ideas” y que, por tanto, había quiénes apoyaban la doctrina más integradora de Martin Luther King y quiénes abrazaban las tesis más combativas de Malcom X. Ambos activistas pronunciaron discursos en la universidad, igual que el presidente John F. Kennedy.
El clima convulso de los 60 también se adentró en la cúpula de Howard, que acentuó su postura. En enero de 1963, la junta directiva manifestaba la igualdad de oportunidades entre razas pero reafirmaba su “responsabilidad especial” por “historia y tradición” de promover la educación de los jóvenes negros “desaventajados por el sistema de segregación y discriminación racial”, y añadía que “lo seguiría haciendo mientras los negros sufran dichas desventajas”.
Siete meses después, en agosto, llegaría otro hito histórico con la masiva marcha a Washington por “trabajos y libertad” y el aclamado discurso de Luther King a los pies del monumento a Lincoln. Al éxito de la movilización, según la investigadora McQuirter, contribuyeron notablemente las organizaciones negras de la capital. A partir de entonces, el activismo se consolidó aún más en Washington -que desde 1957 era la urbe con más población de color al superar la barrera del 50%- y derivó en una efervescencia identitaria. “El arte negro, el Black Power [el concepto lo acuño un estudiante de Howard] y los movimientos femeninos florecieron aquí”, apunta McQuirter.
La tensión volvió a dispararse en abril de 1968 tras el asesinato de Luther King, que derivó en enfrentamientos y quema de edificios en la ciudad. Y desde entonces, Washington -que tuvo a su primer alcalde de color en 1974- ha ido tratando de acoplar su desarrollo a la protección de los derechos de su mayoritaria población negra, que en 1975 superó el 70% mientras que en 2010 rondó el 50%.
Lo mismo ha sucedido en Howard, cuyo activismo sigue bien vigente en su actual campus de 12 facultades y más de 10.000 alumnos. “El legado de que es la meca de las universidades negras se mantiene y pesa cuando entras”, explica a las puertas de su facultad Jane, una joven negra de 21 años procedente de Nueva Jersey que estudia sociología. En su caso, dice que no escogió Howard por tratarse de una universidad mayoritariamente negra pero admite que muchos de sus compañeros sí tuvieron en cuenta el factor racial en el momento de elegir dónde estudiar.
Para Frederick, el actual rector interino de Howard, la universidad sigue generando una “contribución” palpable en la sociedad y en Washington. Su larga lista de visitantes ilustres lo atestigua, como los expresidentes Jimmy Carter y Bill Clinton o el arzobispo sudafricano Tutu. Y como es de esperar Barack Obama también ha acudido a las instalaciones de Howard. En 2007 pronunció un intenso discurso cuando ya era un senador con aspiraciones a la Casa Blanca, pero desde que es presidente solo ha vuelto en una ocasión para presenciar un partido de baloncesto.
En las últimas semanas Howard ha vuelto a ser noticia pero no precisamente por ser el buque insignia de las universidades negras. En septiembre, cayó 22 puestos hasta el 142 en el ranking de mejores universidades de EE UU -en 2010 ocupaba la posición 96- y la agencia de rating Moody’s le rebajó su calificación financiera, lo que desencadenó en que a principios de octubre el presidente de Howard presentara su dimisión. No son buenos tiempos para la universidad. Pese a ello, permanece intacta su contribución histórica a reducir la disparidad educativa entre negros y blancos, y acabar con la discriminación racial.


viernes, 1 de noviembre de 2013



“Se acabó la caña. ¿Quieren también terminar con nosotros?”
En la sala del barrancón de madera y zinc donde creció Elena Lorac Pies cuelga la fotografía del momento exacto en que ella comenzó a sospechar que su vida estaba suspenso. Es un plano americano de Elena, vestida de toga verde y birrete negro, sosteniendo entre las dos manos el título de la escuela primaria. Elena nació en República Dominicana el 18 de octubre de 1988 de una pareja de braceros haitianos, que migraron en los años setenta del siglo pasado con un contrato de trabajo en la industria dominicana del azúcar. Desde que acabó la escuela, Elena y sus padres han intentado sin éxito que la Junta Central Electoral, encargada del registro civil, le entregue una copia del acta de nacimiento que certifica su nacionalidad. El 23 de septiembre pasado Elena supo que ese documento nunca lo recibirá. El Tribunal Constitucional sentenció ese díaque los hijos de extranjeros no residentes nacidos en República Dominicana a partir de 1929, dejarán de ser considerados dominicanos.
“¿Cómo va a ser que digan que no tenemos identidad, si nuestros padres nos registraron como mandaba la ley de entonces?”, dice Elena, mientras enseña los documentos que las autoridades del registro civil le entregaron a sus padres. Desdobla una vieja declaración expedida en 1993 por la misma Junta Central Electoral dominicana donde dice que su nacimiento fue inscrito en los libros del registro civil de Sabana Grande de Boyá, una comunidad a 90 kilómetros al este de Santo Domingo, rodeada por los viejos bateyes que servían al ingenio azucarero Río Haina, convertidos en pueblos fantasmas tras la privatización del central.
Los padres de Elena la presentaron al registro utilizando sus fichas, los permisos de migración expedidos por el Consejo Estadal del Azúcar que el Gobierno dominicano entregaba a cada bracero haitiano para hacer constar que trabajaba legalmente en el país durante la estación de cosecha. La ficha llevaba los nombres y apellidos del jornalero, el año de la zafra en la que fue contratado, el nombre del batey y la colonia a la que pertenecían y el sello húmedo del ingenio al que servían. Desde 1915-1916, cuando ambos territorios –primero el haitiano y luego el dominicano- fueron ocupados por Estados Unidos, la mano de obra haitiana se convirtió en motor de la industria. Durante el periodo 1952-1966, la contrata dependía de una negociación directa entre los Gobiernos de República Dominicana y Haití.
Si bien no eran esclavos, los braceros vivían cautivos. Tenían prohibido salir del ámbito de los bateyes, los asentamientos de jornaleros construidos especialmente para ellos alrededor de los cultivos de caña. Allí tenían lo necesario: la tienda para cambiar sus recibos de pago por víveres, un pequeño centro médico. En el batey Verde de Enriquillo, donde todavía vive la madre de Elena, sigue en pie la caseta de vigilancia del capataz, el almacén de las herramientas y también los barracones que servían de casa a los obreros, largas hileras de galpones de madera y zinc, con decenas de pequeñas puertas en sus dos caras. Detrás cada puerta, en un espacio de cinco metros cuadrados, solían vivir los braceros haitianos y dominicanos en grupos cinco o seis. Ahora se aprietan familias enteras: la tercera y cuarta generación de dominicanos nacidos de padres haitianos.
Los hijos ya adultos de esas familias, considerados dominicanos por el principio del ius solis (derecho al suelo, el que prima el lugar de nacimiento para determinar la nacionalidad) establecido en la Constitución dominicana hasta la reforma del 26 de enero de 2010, llegaron a tener certificados de nacimiento, cédulas dominicanas y podían votar y postularse a elecciones. Pero oficialmente han tenido problemas para obtener sus documentos desde 2007, cuando la Junta Central Electoral aprobó una resolución (la Resolución 12-07) que negaba la emisión de documentos de identidad a su nombre, en medio de un plan de depuración del registro civil, bajo el argumento de que estaba viciado por la proliferación de documentos de identidad falsos u obtenidos de forma fraudulenta a través del pago de sobornos a funcionarios. Una depuración que comenzó con los apellidos haitianos, escritos por los notarios dominicanos como se pronuncian en castellano: Antuan, Lorac, Pol, Sebil, Sentilis.
Pero la revisión discrecional de documentos ocurría desde mucho antes: en 2005, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado dominicano por la violación de su derecho al nombre, a la nacionalidad y a la igualdad ante la ley de dos niñas nacidas en su territorio de padres dominicanos, Dilcia Yean y Violeta Bosico, al negarse a emitir sus actas de nacimiento. No hay noticias de hijos de extranjeros de otra nacionalidad que hayan enfrentado en República Dominicana el mismo proceso.
La Constitución de 2010 exceptuó del derecho a la nacionalidad a los hijos de extranjeros en condición de “tránsito” o que “residan ilegalmente en territorio dominicano”. Pero estableció también que serían reconocidos como dominicanos quienes gozaran de la nacionalidad antes de la entrada en vigencia de la reforma. Bajo este principio, Juliana Deguis, de 29 años de edad, solicitó un amparo y la opinión del máximo tribunal del país respecto a la negativa de la Junta Central Electoral de entregarle sus documentos. En su fallo del 23 de septiembre pasado, el Tribunal Constitucional interpretó que ni Deguis ni ningún hijo de extranjero en situación irregular nacido a partir de 1929 tenía derecho a la nacionalidad; de acuerdo a los cálculos que cita la sentencia, además de Deguis, unos 665.148 hijos de inmigrantes, que hoy en día representan el 6,87% de la población total del país, califican dentro de ese supuesto.
Dilia Sentilis y su marido, Euris Sebil son los pastores de la iglesia pentecostal de la Asamblea de Dios y tienen los ocho hijos que les envió el señor. Con sus cédulas dominicanas pudieron registrar a cada uno, con excepción del más pequeño, de siete meses de edad. Desde 2007, Dilia y Euris reúnen a sus hermanos del batey de Sabana Larga en un círculo de oración para pedir al señor, primero, por la anulación de la Resolución 12-07 y ahora, por la revisión de la sentencia. “No es que Dios no está viendo lo que está pasando, sino que él permite estas cosas para que…No sé para qué lo permite, pero quizás con la ayuda de él se resuelve”, ruega Dilia. “Porque cuando estaba la caña (las autoridades) nunca habían hecho nada de esto. Pero ahora que terminó la caña, ¿quieren terminar también con nosotros?”.
Hace casi una década que los cañaverales dejaron de rodear a los bateyes de Sabana Grande de Boyá. El Ingenio Río Haina, que se alimentaba de esos cultivos y que desde su inauguración en 1950 era considerado el mayor central azucarero del mundo, cerró sus puertas tras ser vendido a la empresa privada y donde antes crecía la caña crecen ahora los cultivos de madera. Más de la mitad de los doce ingenios azucareros que el Estado dominicano administraba a través del Consejo Estadal del Azúcar desde la muerte del dictador Rafael Leonidas Trujillo (1961) corrieron la misma suerte: fueron vendidos entre 1996 y 1998 y cerrados años más tarde.
Solo cinco de estos centrales siguen operando: el Ingenio Barahona, en manos del Consorcio Azucarero Central del que son accionistas mayoritarios un grupo de inversionistas norteamericanos y franceses; los ingenios Cristóbal Colón y CAEI (antiguo Ingenio Italia), propiedad de la familia Vicini, de origen italiano; el central Romana, de capital extranjero y dominicano; y el ingenio Porvenir, rehabilitado por la empresa española. La mano de obra haitiana sigue llegando a estos cultivos, donde cada trabajador recibe un pago de 200 pesos (poco más de 4,5 dólares) por cada tonelada cortada. Pero el azúcar dominicano ya no representa gran cosa en un mercado mundial dominado en 65% por los productos brasileños.
Sin embargo, los jornaleros haitianos no dejan de emigrar en busca de empleo en los cultivos de bananos, de arroz, de café. Los productores nacionales que exportan algunos de estos rubros agrícolas a los países de Europa, bajo el Acuerdo de Asociación Económica (EPA, por sus siglas en inglés), están obligados a respetar algunas políticas de seguridad laboral y de respeto básico a los derechos de esta comunidad de migrantes. Pero un amplio sector del empresariado dominicano acude a las mafias del tráfico ilegal para dotar de músculo a las maquilas, a la construcción y al comercio informal.
La inmigración haitiana ya no solo puebla las parcelas de los viejos ingenios, sino también los barrios empobrecidos de las áreas urbanas del país. Algunos bateyes, como batey Verde, han devenido en caseríos donde vegeta una mayoría desempleada, envejecida. “La historia del batey ya pasó. El batey no vuelve más. Desde que se terminó la caña, somos los muertos los que vivimos aquí. Y esa caña no vuelve más nunca”, dice Luis María Cabrera, un dominicano de “pura cepa”, hijo de padres dominicanos, que trabajó picando caña para el Ingenio de Río Haina desde 1950. A sus 76 años, recibe una pensión de 5.180 pesos (120 dólares) por los servicios prestados al Estado y aunque el dinero no le alcanza, reclama el mismo pago para sus compañeros haitianos, que han ido muriendo sin cobrar un peso. “Aquí hay una liga de haitianos con dominicanos que no hay jabón que la quite, eso ya nadie lo puede negar”.