El ocaso de toda una gran ciudad en pleno corazón del imperio estadounidense. Un antiguo símbolo de su poderío industrial y del “sueño americano” donde hoy, sin embargo, se venden viviendas por el precio simbólico de un dólar, ya que nadie quiere habitar el inhóspito silencio de unos barrios abandonados que no tienen electricidad, ni agua, ni policía, ni escuelas. Porciones enteras de la ciudad han muerto. Otras están agonizando. Otras sobreviven, pero lo hacen rodeadas de un creciente marasmo de solares vacíos y calles abandonadas. Al igual que la calavera de Hamlet, el pulido esqueleto de Detroit nos mira con la sonrisa sardónica de los muertos, como queriendo decir “no os lo toméis a mal, amigos, ¡la economía de mercado es así!”.
La prensa internacional lleva varios años recreándose en el asombro por
lo sucedido en la ciudad más grande de Michigan y nosotros no podíamos ser
menos, ya que el declive de Detroit es un fenómeno fascinante. Trágico, sin
duda, pero fascinante. Primero por las imágenes que ha generado, especialmente
en forma de “naturaleza muerta” arquitectónica. Han sido esas fotografías las
que han atraído las miradas del mundo hacia una ciudad que llevaba décadas
descomponiéndose en silencio. Hace un tiempo causó cierto impacto un reportaje
de la revista Time en el que dos fotógrafos franceses —Yves
Marchand y Romain Meffre, quienes además publicaron un
libro llamado Ruins of Detroit— hacían un repaso a algunos rincones
muy representativos de la decadencia de la ciudad. Podíamos ver estaciones de
tren, aulas, consultorios de dentista, teatros, polígonos industriales,
oficinas, bibliotecas… todos ellos lugares que ahora están vacíos,
descascarillados por el tiempo y sumidos en un entrópico desorden. Un
fantasmagórico espectáculo de objetos cotidianos a los que ya nadie va a dar
uso, de pequeños pedazos de civilización que se han perdido y que nadie sabe
cómo recuperar. Son escenas que se repiten una y otra vez a lo largo de una de
las ciudades más grandes de los EE. UU. No estamos hablando de recovecos
ignorados por hallarse en las inconvenientes e incómodas afueras, no, aunque a
veces lo parezca porque aparecen rodeados de la nada. Algunos de los casos más
espectaculares de grandes infraestructuras difuntas se encuentran en pleno
centro de Detroit. Escenarios que podrían pertenecer a una película de
ciencia-ficción apocalíptica, pero que son reales y yacen en plena espina
dorsal de lo que una vez fue una de las metrópolis más importantes del mundo,
la bandera de la infalible creación de riqueza del sistema. Ahora esa bandera
sigue agitándose al viento, pero más bien como un trapo descuidado que se ha
convertido en motivo de sonrojo para los profetas del “nada puede fallar”.
Personalmente, me llamó mucho la atención la frase de un vecino de Detroit que
recogía un artículo: “cuando nos mudamos aquí hace diez años, le dije a mi
mujer que iba a volver a fumar. Todo era tan apocalíptico que sentí la
necesidad de volver a los viejos hábitos”. Así es como una ciudad puede morir.
A mediados del siglo XX, la orgullosa Detroit era la cuarta mayor ciudad
de los Estados Unidos de América, únicamente por detrás de los consabidos
grandes colosos: New York, Los Angeles y Chicago. Hoy ha caído al puesto número
18 de la lista, por debajo de municipios de los que ustedes probablemente
habrán escuchado hablar bastante menos, caso de Columbus, Jacksonville,
Charlotte o Fort Worth. Y anda en camino de terminar cayendo incluso un puesto
más, ya que su población podría ser superada en poco tiempo por la ciudad
tejana de El Paso. Detroit es, junto a la problemática Baltimore, la única gran
ciudad de los Estados Unidos que pierde población de manera sostenida. Y la
situación no tiene visos de cambiar a corto plazo, pese a los desmentidos a la
desesperada del actual alcalde Dave Bing, quien se empeña en que
“los números deben de ser incorrectos”. Voluntariosa pero inútil autodefensa
muy propia de un político que no afronta la realidad de la sociedad que
administra. Porque el censo oficial muestra una aplastante tendencia histórica:
en 1950, el municipio contaba con 1 900 000 habitantes. Cuatro décadas más
tarde, en 1990, había perdido casi la mitad y se había visto reducida a 1 000
000. Pero la cosa no se detuvo ahí; el éxodo se aceleró con el cambio de siglo
y en los últimos censos oficiales se contabilizan unos 700.000 habitantes. Es
decir: lo que antaño fue la cuarta pata de la gran mesa estadounidense ha
perdido más de un millón de habitantes en medio siglo. Peor aún: desde el año
2000 se han marchado más de 200 000 personas del casco urbano. Es decir, la
ciudad ha perdido un sobrecogedor 25% de su población… ¡en diez años! Se estima
que quedan en Detroit unas 270 000 viviendas en pie, a repartir entre 160 000
familias. Y eso que muchas han sido demolidas o han desaparecido pasto de las
llamas.
¿Qué ha sucedido? Porque en sus buenos tiempos Detroit fue una Meca del
empleo, uno de los lugares donde resultaba más fácil establecerse. Lucía con
orgullo el sobrenombre de “Motor City”: su inmensa industria del automóvil la
había convertido en una metrópolis populosa y floreciente, en la que había
trabajo, dinero, negocios, ganancias. Entre 1900 y 1930, la atracción que
despertaba la inagotable oferta de trabajo multiplicó la población de la ciudad
por seis. Llegaron cantidades ingentes de inmigrantes —blancos europeos y
negros del sur— buscando salir adelante en la fabricación de coches, con lo que
Detroit se convirtió en la ciudad de más rápido crecimiento de los EE. UU.
General Motors, Ford y Crhysler constituyeron la santísima trinidad de
corporaciones que convirtieron Michigan en el máximo propulsor de la industria
manufacturera estadounidense.
Aquella prosperidad se transformó en lujuria arquitectónica. Se construyó.
Y se siguió construyendo. La ciudad se vistió de lujo, con obras ambiciosas y
un gusto adquirido por refinamientos culturales de los que incluso su población
obrera podía sentirse orgullosa. Hacia 1950 se alcanzó el pico de población.
Detroit llegó a conseguir que su nombre resonase más allá de las fronteras
estadounidenses y no únicamente por ser la cuna y laboratorio del nativo más
célebre de Michigan, Henry Ford, uno de los padres de la industria
moderna, si acaso no “el” padre. La ciudad consiguió proyectar al exterior una
personalidad propia, una cultura distintiva. Por ejemplo, durante los años 60
Detroit alcanzó celebridad universal gracias a la discográfica Motown, que fue
para Detroit lo que los Beatles fueron para Liverpool o lo que Nirvana fue
para Seattle. Hitos de la cultura popular que ponían una ciudad industrial en
el mapamundi.
Por entonces, sin embargo, la ciudad ya había empezado a manifestar los
síntomas de diversas enfermedades. En el barco de Detroit nunca se consiguió
que todos remasen al unísono y la ciudad fue uno de los principales ejemplos de
un fenómeno inconveniente: la segregación racial espontánea. Los blancos vivían
en sus barrios y los negros en los suyos, generalmente en zonas más pobres. No
se mezclaban. Cuando un negro progresaba gracias a su trabajo o a su talento y
se mudaba a un barrio mejor, los blancos se sentían incómodos. Esto produjo un
fenómeno que no fue exclusivo de Detroit, pero que sí fue particularmente
marcado allí: el white flight, la salida de población blanca de
clase media hacia los suburbios, más acomodados y más acogedores. Los negros
permanecían en el centro, en el municipio de Detroit propiamente dicho, hasta
que se convirtió en la ciudad con mayoría de población negra más grande del
país. Mientras los municipios circundantes del área urbana estaban cada vez más
poblados, la propia Detroit comenzaba a contar su población a la baja. Otro
efecto directo del white flight fue la fuga de capitales: a
medida que se marchaba la población blanca —que casi invariablemente disponía
de mayores ingresos— la renta per capita en Detroit comenzaba a decaer. Había
que unir a todo esto el progresivo descenso en la actividad industrial motivado
por la incipiente deslocalización de las grandes empresas, la cual produjo un
aumento del desempleo que afectó principalmente a la población negra del
centro.
Se produjo una fractura social no solamente entre blancos y negros, sino
incluso entre los propios afroamericanos: mientras una parte pudo aspirar a
convertirse en clase media como en ningún otro lugar de los EE. UU. —con buenos
trabajos, viviendas agradables en barrios tranquilos y optimistas aspiraciones
de cara a futuro—, otros se veían presas del paro y la marginalidad. La
delincuencia empezó a incrementarse, principalmente como consecuencia de la
implantación de redes de tráfico de drogas. Guerras callejeras entre mafias
negras y blancas para controlar el narcotráfico provocaron un incremento de la
violencia. Detroit llegó a ser la capital nacional del asesinato, además de
aparecer frecuentemente en las noticias a causa de disturbios diversos de
carácter racial.
Durante los 70, pese a los crecientes problemas, la ciudad continuaba
construyendo grandes edificios e infraestructuras. Puede que el declive social
se fuese agravando, pero no hay quien se fije menos en la auténtica realidad de
los números que aquellos que se pasan el día especulando con esos números (y la
presente crisis nos ha dado buena muestra de ello). Detroit continuaba
brillando de puertas afuera, así que había que seguir adelante con la función:
se supone que la ambición siempre tiene premio y se erigieron hitos
arquitectónicos espectaculares como el Renaissance Center, hoy un detalle
característico del skyline de la ciudad. En el trasfondo, sin
embargo, el desempleo, la pobreza y la violencia continuaban agravándose. Las
empresas seguían marchándose para obtener mayores beneficios en lugares en los
que hubiese mano de obra más barata y con menos aspiraciones laborales. La
concesión de licencias para nuevas factorías estaba bajo mínimos. Incluso
Motown, estandarte económico de la ciudad junto a los tres grandes del
automóvil, optó por mudarse a Los Angeles. El barco de Detroit seguía flotando
a duras penas, pero quienes habían visto agrandarse las vías de agua y tenían
posibilidades para marcharse —como las corporaciones— no lo dudaron un
instante. En general, casi todos los grandes núcleos industriales y
manufactureros del nordeste estadounidense empezaron a sufrir las consecuencias
de la deslocalización: es el hoy llamado “cinturón del óxido”, la antigua
constelación de centros productivos que se vieron repentinamente condenados a
la inactividad cuando las grandes empresas descubrieron que podían ganar más
dinero en otros lugares. Pero en ninguna otra parte tuvo este proceso
consecuencias tan demoledoras como en Michigan, y muy especialmente en Detroit.
Pese a todo, casi de manera paradójica, el renombre internacional de lo
que aquí llamaríamos “la marca Detroit” no decayó en los años 80. Aunque ya se
estaban cerrando infraestructuras y la tasa de desempleo estaba oficialmente
situada en un 12% —bastante por encima de la media nacional—, la proyección
mundial de la NBA le confirió un último motivo de orgullo a la ciudad. Los
Detroit Pistons, gracias a una generación de jugadores conocida como los Bad
Boys, se hicieron célebres justo en el momento en que el baloncesto
profesional estadounidense fue transformado en un producto de consumo mundial,
como McDonald’s o la Coca Cola. Lospistones —no podían llamarse de
otro modo jugando en representación de la capital mundial del automóvil— eran
rudos, sucios y desde luego carismáticos. Casi sin pretenderlo reflejaron
perfectamente la personalidad propia de la ciudad: dureza callejera y eficacia
industrial a partes iguales. Eran el Reverso Tenebroso del showtime hollywoodiense
de los Lakers, del cerebral esteticismo renacentista de las huestes de la europeizante
y universitaria Boston, o de las hazañas atléticas de Chicago. Los Pistons eran
puro Detroit, unos forajidos de las canchas liderados por Isiah Thomas que
le plantaban cara a base de chulería Michigander al sonriente
prestidigitador “Magic” Johnson, a aquel severo compositor de
sonatas para aro y orquesta llamadoLarry Bird, o al superhéroe de dibujo
animado que conocimos como Michael Jordan. Eran tiempos de gloria
para la Motor City. Serían los últimos. Porque el deporte muy a menudo engaña…
para entonces la ciudad ya había entrado definitivamente en barrena. Que nos lo
digan a nosotros, los españoles, flamantes campeones del mundo de fútbol. Sin
trabajo, pero campeones.
Los años 90 y el cambio de siglo trajeron consigo el desmoronamiento
total. Las últimas grandes fábricas que aún quedaban también partieron en busca
de empleados que trabajasen lo mismo o más por mucho menos dinero y la
industria de Detroit, ya agonizante, firmó su certificado de defunción. Ya no
solamente los negros del centro de Detroit se veían castigados por el
desempleo, sino también los blancos del área metropolitana (caso de Flint,
localidad natal de Michael Moore, cuyo colapso económico ha sido
nutridamente documentado por el cineasta). La crisis mundial del 2008 ha
terminado de acelerar la huida en masa de habitantes y la ciudad se ha
desangrado. Las consecuencias de la diáspora han sido tremebundas para Detroit:
a menudo han sido los más pobres quienes se han quedado, así que la renta per
capita se ha desplomado todavía más, y lógicamente la capacidad recaudatoria
del ayuntamiento se ha extinguido. La magnitud del desastre no puede ser
exagerada: el consistorio se ha encontrado con gravísimos problemas de falta de
presupuesto y ha tomado medidas extremas, llegando a retirar de barrios enteros
el alumbrado eléctrico, el suministro de aguas y la recogida de basuras, así
como la cobertura policial y de emergencias, todo porque sencillamente ya no
hay dinero para mantenerlas. El propio ayuntamiento animaba a los ciudadanos a
mudarse a aquellos barrios donde todavía se podían conservar los servicios
básicos —aunque depauperados— en lo que constituye un alucinógeno ejemplo de
ciudad del primer mundo que da por perdidos varios de sus miembros y ha
decidido amputarlos para que no se extienda la gangrena. Regiones enteras de la
metrópolis quedaron vacías. Las propias autoridades han decidido demoler
edificios que habían quedado vacíos para no tener que hacerse cargo de su
mantenimiento. Otros muchos han sido incendiados. Un vistazo a Google Earth
resulta revelador: la cantidad de solares vacíos en pleno centro de la ciudad
puede dejar boquiabierto a cualquiera.
Desamparo social y catástrofe educativa vinieron después, casi en forma
de plaga bíblica. La actual crisis financiera, que EE. UU. sobrelleva con su
acostumbrado ímpetu de siempre, no ha podido en cambio ser afrontada por
Detroit. El desempleo registrado gira en torno al 20%, algo totalmente inaudito
en una gran ciudad de la América moderna. Pero hablamos de la cifra oficial,
porque no son pocos quienes la elevan considerablemente y llegan a hablar de la
mitad de la población en edad de trabajar. El porcentaje de familias por debajo
del umbral de la pobreza se calcula entre un 30-35%, de nuevo según cifras
oficiales que podemos sospechar tiran por lo bajo. Económicamente hablando,
Detroit casi está dejando de ser América, al menos tal y como los americanos
quisieran entender su país. Naturalmente, las historias humanas que hay detrás
de todo este curso de degradación resultan incontables y a menudo terriblemente
desgarradoras. Como en toda crisis económica, fenómeno que los políticos y
muchos medios de comunicación suelen limitarse a resumir alegremente con un
puñado de números, el sufrimiento humano se convierte en un índice que no puede
siquiera medirse, entre otras cosas porque la mayoría de las veces queda oculto
en el anonimato de las víctimas. Pero ha surgido un reclamo inesperado: la
arquitectura abandonada ejerce como portavoz silencioso de ese sufrimiento.
Fotografías de colegios vacíos que nos hablan de los niños que ya no tienen
aula, de los padres que ya no tienen trabajo, de los hoteles en donde ya nadie
se hospeda porque en Detroit ya no hay negocio alguno que hacer y es un lugar
de donde se huye, no a donde se va. Fotógrafos profesionales y aficionados de
diversas partes del mundo comenzaron a acudir en busca de imágenes chocantes
que normalmente asociamos con el tercer mundo o con la súbita caída de
regímenes como el soviético. Grandes edificios dejados a su suerte, testimonio
mudo y descorazonadoramente monumental de la ocasional futilidad de las grandes
ambiciones colectivas cuando quienes han generado esas ambiciones han decidido
que ya no ganan lo suficiente allí y se marchan para no volver.
Una de las presas más codiciadas por los cazadores de bodegones
apocalípticos es la Michigan Central Station, que en su día fue uno de los
varios motivos de orgullo para una ciudad que podía presumir de contar con la
construcción ferroviaria más alta del mundo. Hoy, sin embargo, parece el
decorado de una pesadilla distópica. Pocos lugares abandonados hay en el
corazón de occidente con semejante atractivo simbólico para el objetivo de una
cámara: su solemne y grandilocuente fachada fue concebida en pleno arrebato
monumentalista del auge industrial. La estación se alza en solitario frente al
Parque Roosevelt, sin otros edificios circundantes: una ubicación insular que
durante su periodo de actividad se antojaba casi paradisíaca… qué mejor
bienvenida al forastero que una estación rodeada de parques y grandes explanadas
de verde césped. Hoy, sin embargo, ese mismo aislamiento la hace parecer un
tétrico monolito legado por alguna civilización alienígena, abandonado allí
para asombro de los humanos. El estado de abandono de su exterior produce el
efecto óptico de hallarnos ante el vestigio de una era remota: vías
reconquistadas por la mala hierba, pavimentos agrietados y arbustos que se
empeñan en crecer incluso sobre el terrado del edificio del vestíbulo. Todavía
más impresionante resulta el interior, aunque desgraciadamente no lo han sabido
respetar los compulsivos estampadores de graffitis, incapaces —en sus cortas
miras— de reconocer y admirar la grave y majestuosa decadencia catedralicia que
los rodea. Todo un templo consagrado al olvido en el que las pueriles pintadas
todavía parecen irrespetuosas y fuera de lugar, como si alguien vaciase su
spray sobre un féretro sin pensar en la dignidad del difunto.
No menos espectacular ha sido la estéril agonía del antaño esplendoroso
United Artists Theater, situado también en pleno centro de Detroit, cuyo
tablado ahora desahuciado es uno de los lugares más asombrosos de la ciudad, ya
que parece el aterrador decorado de alguna secuencia de Alien, el
octavo pasajero. En la ornamentación interior de la sala se distinguen
todavía los recargados grutescos —inspirados en la arquitectura de España, por
cierto— que un día simbolizaron el afán de los nuevos ricos michiganders por
imitar los suntuarios libertinajes del barroco europeo. Ahora, sin embargo,
esas formas aparecen desnudas y blanqueadas, como si fuesen el esqueleto de
algún inmenso monstruo deforme o los restos inertes de un arrecife de coral.
Viéndolo en su actual estado cuesta imaginar su pasado esplendor: el United
Artists Theater fue una de las ambiciosas salas de proyección construidas por
la compañía cinematográfica que Charles Chaplin, Mary
Pickford y Douglas Fairbanksfundaron como respuesta a la
dictadura de los estudios tradicionales. Inaugurado en 1928, podía dar cabida a
más de 2000 espectadores, pero además de ser un lujosísimo cine de babilónicas
hechuras, el Theater sostuvo sobre su techo un edificio de 18 plantas repletas
de opulentas oficinas para alquilar. Allí se siguieron proyectando películas de
gran formato hasta los años 70, cuando el declive comercial de la
cinematografía provocó que la sala fuese adoptada por la Orquesta Sinfónica de
Michigan. Pero pasaron los años e incluso la orquesta se terminó marchando,
hasta que ya solo quedaba en la planta baja del edificio un club nocturno, The
Vault, que ocupaba el antiguo local de un banco y que había transformando
las antiguas cámaras subterráneas en espacios nocturnos para el divertimento de
las gentes cool del downtown. Aquel club fue el
último espacio en resistir al abandono en un edificio donde la antigua sala de
cine se dedicaba a criar polvo y donde ya nadie alquilaba ninguna de las
oficinas. Cuando también The Vault cerró, el imponente United
Artists Theater quedó completamente vacío. Todo el metal útil de cada una de
las plantas fue retirado. Ahora, sin uso, el edificio espera una posible
demolición.
Por cierto, The Vault no ha sido el único negocio en
aprovechar las extintas oficinas bancarias para nuevos usos. Tras la emigración
en tropel de las instituciones financieras, sus antiguos locales han sido
ocupados por todo tipo de inquilinos oportunistas que, de hecho, cubren todo el
espectro de propósitos de servicio social: desde congregaciones baptistas a
clubes de striptease. En otros casos, ni siquiera eso. Por ejemplo,
la vida del National Bank no gozó de la prórroga del reciclaje y ahora el
robusto portón de su cámara acorazada aparece tiñoso de óxido, mientras que los
pequeños cajones de seguridad, ya vacíos, simbolizan lacónicamente toda la
riqueza perdida de la ciudad del motor. Además de los bancos, la ciudad que
reinó en el imperio del automóvil está ahora plagada de gasolineras
abandonadas, con sus fachadas aún reclamando la atención a base de colorido
maquillaje, como mujeres de la noche incapaces de hacer frente con dignidad a
su inevitable decrepitud. Lo mismo puede decirse de los restaurantes y locales
de comida rápida que lucen todavía lozanos en sus fachadas, aunque el interior
aparece oscuro porque tras sus cristales ya no se sirven hamburguesas ni café:
son negocios que a menudo han muerto en plena juventud.
No han tenido mucha más suerte los hoteles. Por ejemplo, el harinoso
salón de baile del hotel Lee Plaza fue una de las estrellas en el famoso álbum
funerario de la revista Time. Su rigor mortis fue
descarnadamente inmortalizado por las cámaras, que captaron la estancia bien
bañada por la luz diurna como para mostrar con cruel fidelidad hasta el último
desconchón de las paredes. La foto era impactante, presidida como estaba por un
piano varado sobre su costado como si fuese un buque después de un naufragio o
una ballena agonizando en la playa, en mitad de un decrépito desorden que ni
siquiera ofrece el consuelo de resultar solemne. En otro tiempo ese mismo lugar
fue patio de recreo donde tenían lugar sofisticados juegos de sociedad; hoy es
una tumba de marfil en la que no hay más cadáveres que unas cuantas sillas
rotas y un piano desvencijado. No demasiado lejos se levantan dos hoteles de 13
plantas cada uno: el Eddystone y el Park Avenue. Construidos según los patrones
de solidez racionalista de los años 20 y otrora repletos de huéspedes que
visitaban la ciudad por negocios, son ahora dos mausoleos de mal aspecto,
inútilmente erguidos sobre lo que quiso ser un parque y ahora se ha convertido
en uno de tantos descampados mortecinos.
Tampoco se ha librado del naufragio, como ya comentábamos, el sistema
educativo. El Cass Technical High School, por ejemplo, es ahora una especie de
museo dedicado a lo que pudo haber sido y no fue. Algunas de sus dependencias,
como los laboratorios, sufren un abandono tan pasmosamente estético que bien
podría haber sido diseñado por un artista conceptual: cajones y portezuelas de
madera abiertas en serie, quizá por buscadores de sustancias de dudoso uso, y
encimeras devoradas por el fárrago de mil pequeños utensilios y fragmentos de
objetos indefinidos, presidido todo por estanterías prácticamente intactas,
repletas de probetas, tubos de ensayo y mecheros Bunsen que nadie se ha
molestado en robar.
Algo similar sucede en la Jane Cooper Elementary School, donde un día se
ayudaba a los pequeños michiganders a aprender a leer,
escribir, sumar… a crecer en definitiva. Hoy es una descorazonadora parábola
visual del futuro truncado de Detroit. Empezando por su antiguo auditorio, un
teatrito donde los pequeños cantaban y actuaban para regocijo de sus padres.
Las cortinas del telón están aún en su sitio, pero mientras que el auditorio
abandonado aparecía prácticamente intacto en el reportaje de Time,
constituyendo una visión tan hermosa como triste, al año siguiente ya había
sido destrozado y pintarrajeado por los vándalos de turno… significativo el
modo en que quienes deberían sentirse víctimas del declive de la escuela, quienes
deberían querer conservar aquellos lugares intactos como monumento a su herido
orgullo ciudadano, son precisamente quienes le han puesto la puntilla
rompiéndolo todo y llenándolo de graffitis. Con todo, en algunas aulas las
pizarra continúan colgadas. Curiosamente, o no tan curiosamente, nadie se ha
llevado los libros, que bien se amontonan en cajas o se desparraman por los
suelos de la biblioteca. Además de las escuelas, otros servicios públicos
abandonados por las autoridades han producido imágenes igualmente impactantes,
como la comisaría de policía de Highland Park, donde junto a ficheros y
escritorios abandonados se desperdigaban decenas de fotografías de sospechosos,
fichas con huellas dactilares e informes que ya no servirán de nada.
Aunque, si hablamos de tamaño, los más grandes pecios del naufragio de
Detroit proceden, cómo no, de su industria. Grandiosa, ciclópea, faraónica…
todos los adjetivos se quedan cortos para describir la ruina durmiente de la
Packard Plant, quizá una de las fábricas abandonadas más fabulosas del
mundo. Bautizada inicialmente como Motor City Industrial Park, este complejo de
producción de automóviles es otro El Dorado para cualquier fotógrafo ávido de
sensaciones postarquitectónicas fuertes, cuya inmensa desolación bien puede
rivalizar con los ceremoniosos despojos industriales y militares de la extinta
URSS. Lo que allí se encuentra el fotógrafo no desmerece de la escenografía de
películas o videojuegos: un laberinto de edificios rectangulares, callejones,
túneles y explanadas alfombradas por escombros, árboles secos y arbustos sin vida.
Todo metal y vidrio ha sido retirado para el reciclaje; edificios enteros se
han visto reducidos a los meros huesos. Cuesta creer que hubo un día en que
aquello bullía de actividad, en que allí se gestaba la prosperidad o al menos
la existencia medianamente cómoda de tanta gente. El inmenso cascarón vacío del
complejo se erige ahora como una broma de mal gusto; tan grande, que su
abandono resulta insultante. Como curiosidad, la inmensa planta no está
completamente vacía, sino que tiene un inquilino fijo: Allan Hill,
antiguo homeless, desheredado del sistema que convirtió una de las
naves del lugar en un espacio habitable. El viejo y solitario Hill ya no posee
todos sus dientes pero se las ha arreglado para disponer de electricidad, agua
e incluso Internet. Un ejemplo de supervivencia y dignidad por parte de un
hombre rechazado por el sistema, que ahora habla de ese mismo sistema con calmo
escepticismo.
Igualmente imponentes son los restos mortales del complejo River Rouge
de la Ford: el interior de sus plantas de producción se antoja hoy un túnel que
lleva a ninguna parte, un armazón de metal y cemento expuesto a la herrumbre,
como si la torre Eiffel hubiese muerto de vieja, hubiese caído sobre su costado
y descansara ahora en horizontal completamente desprovista de su antiguo
señorío. Pero no solamente servicios, comercios e industrias han fenecido en
Detroit. También barrios residenciales enteros han sucumbido como en una
epidemia. Una ingente cantidad de viviendas han sido demolidas, otras
incendiadas y otras muchas yacen en silencio, desbaratadas por el tiempo, que
lo desmorona todo con una rapidez inesperada. En ciertas localizaciones, la
retirada de todos los servicios municipales básicos ha agravado la diáspora y
ha producido fenómenos chocantes como el de las viviendas en relativo buen
estado que se venden por un dólar, para el que quiera establecerse en mitad de
la zona cero… aunque por descontado nadie quiere habitar donde no hay ni luz,
ni agua, ni seguridad, ni comercios donde adquirir productos básicos de
consumo. En otros barrios con mejor suerte, las casas aún habitadas conviven
con los solares vacíos, a los que a veces se les encuentra un uso peculiar: la
ciudad puede presumir de contar con auténticos campos de maíz en algunas calles
del centro, donde los vecinos han decidido emplear la tierra vacía como huerto
particular.
Particularmente pintoresco es lo sucedido en el barrio de Brush Park. En
tiempos mejores, orgullososmichiganders de clase media-alta
edificaron viviendas elegantes y mansiones siguiendo las más vistosas
tendencias constructoras de la burguesía del viejo continente: arquitectura
renacentista francesa, italianizante, victoriana, Beaux Arts, Art Decó, Segundo
Imperio, Tudor, gótico veneciano, románico richardsoniano… todo en un mismo
barrio, como en una gran caja de bombones. Pero de las 300 mansiones originales
de Brush Park únicamente quedan unas 70 en pie; no pocas de ellas parecen ahora
salidas de la película Psicosis: ventanas que nos contemplan con
mirada hueca o veladas por una ceguera de contrachapado, fachadas a medio caer
que se van derritiendo por la flacidez del abandono, desvanes abiertos a la
intemperie, jardines secos o en el mejor de los casos rebosantes de enredaderas
que devoran con avariciosa lujuria los edificios (como una casa de Walden
Street cuya fachada está completamente cubierta por las hojas, creando un
singular espectáculo en mitad de la urbe). De las mansiones que todavía quedan,
muchas están en mal estado, pero varias se encuentran en proceso de intento de
rescate, porque ese barrio es uno de los principales patrimonios artísticos y
arquitectónicos de la ciudad, uno de los barrios en los que merece la pena
invertir un esfuerzo.
También en Brush Park hallamos otras metáforas de ladrillo que nos
hablan de un pasado mejor, como la antigua piscina pública, hoy un mero cajón
de cemento sin agua que lo llene, todavía dividido en “calles” como la pista de
aterrizaje donde se estrellaron los sueños de prosperidad de la ciudad. Es una
cripta rectangular erigida con bloques de un anodino gris, su techo oxidado
aparece encrespado de cables y focos que cuelgan: todo metal aprovechable e
incluso las propias lámparas han sido retiradas. Como en una broma macabra, el
mosaico del borde de la piscina todavía indica su profundidad: “8 feet”, aunque
ahora ya no hay agua que impida comprobar de un vistazo la distancia al fondo.
Son algunos ejemplos, pero se podrían citar muchos más. Se estima que
aproximadamente un tercio del territorio de la ciudad se encuentra en estado de
ruina o abandono. Las grandes empresas se han ido y la locomotora de la
industria norteamericana se ha quedado detenida en la vía, mientras los
arbustos crecen y los más espabilados desclavan las vigas para venderlas al
peso. ¿Hay esperanza para Detroit? Hoy, las cifras oficiales hablan de un
ligero repunte del trabajo disponible, y los más optimistas cifran el paro en
un 18-20%. Pero no pocas voces hablan de un 40% o incluso un 50% de desempleo
real, en mitad de un país que actualmente tiene un 8% de media, lo cual —en
aquella nación y bajo sus condiciones de vida— ya es considerado demasiado
alto. Instituciones como el Family Independence Program, un programa de
asistencia social para familias de bajos recursos con niños a su cargo (ofrece
unos 500 dólares mensuales a parejas sin ingresos con un hijo único y algo
menos de 1000 dólares a familias numerosas con siete u ocho hijos) sitúa a un
34% de la población bajo el umbral de pobreza, pero nuevamente se barajan
cifras alternativas que llegan al 60%.
Las discusiones políticas en torno al hundimiento del buque insignia de
la industria manufacturera estadounidense podrían alargarse hasta el infinito.
Algunos hablarían del derecho de las grandes empresas a buscar más beneficios
en otras localizaciones, otros harían alusión a la responsabilidad social de
dichas empresas y de las autoridades que les permiten alzar el vuelo sin
consecuencias. Probablemente no exista una respuesta simple que satisfaga a
todas las opiniones, pero la realidad de la situación, eso sí, es
incontestable. Detroit se ha venido abajo. La “gran D” se ha transformado en
una ciudad del tercer mundo inmersa en la nación que se precia de liderar el
primero. Incluso el propio gobierno de Michigan, con sede en Lansing, le ha
dado la espalda a la mayor población del estado, a la que se contempla con
disgusto y reluctancia. Detroit es un agujero presupuestario y las
instituciones municipales están sumidas en una lucha por mantenerse en
funcionamiento, mientras el gobierno estatal soñaría con ceder de buena gana la
ciudad a otro estado o incluso a Canadá.
La gente de Detroit, como suele suceder, ha respondido al cataclismo de
las formas más dispares imaginables. Algunos han optado por la delincuencia o
el vandalismo. Los hay también que vagan por las calles en busca de despojos,
en muchos casos rendidos ante la desesperanza. Otros optan por apelar a la
dignidad ciudadana, por ejemplo creando programas espontáneos de “granjas
urbanas” para autoabastecerse de alimentos frescos cultivados en los muchos
solares vacíos que hay entre unos edificios y otros. Los hay que han llegado
hasta el punto de inspirarse en formas de supervivencia local concebidas en el
tercer mundo, como un sistema de reciclaje de aguas con el que los vecinos de
pequeñas zonas mantienen el valioso fluido circulando a despecho de las fallas
institucionales. Mientras tanto, los mapaches y otros animales salvajes han
empezado a merodear de nuevo por la ciudad del automóvil, que no los veía en
sus calles desde tiempos inmemoriales.
El barco se ha hundido. Esto debería producir una profunda reflexión.
Fue la cuarta mayor ciudad de los Estados Unidos y, si sucedió allí, podría
suceder en cualquier parte. Porque lo que la caída de Detroit ha demostrado es
que una ciudad no es el conjunto sus edificios, ni de sus infraestructuras, ni
de sus instituciones. Una ciudad es su gente. Si la gente se marcha, la ciudad
muere. Y la gente se marcha cuando no tiene trabajo. ¿Inevitable? Quién sabe.
¿Triste? Desde luego. El Titanic se hunde, queda para la
opinión de cada cual ponerle nombre al iceberg.
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