Las lecciones que el
terrorismo sí aprendió
Un
año y medio después de proclamar el califato —junio de 2014—, el Estado
Islámico (ISIS en inglés) no sólo inspiraba ideológicamente a lobos solitarios
en el mundo, sino que tenía la capacidad de formar células con nexos
operativos, como las que atentaron en Ankara (Turquía) o en París (Francia).
Los
atentados en Berlín, Niza, Londres y ahora en Mánchester ponen en evidencia que
el terror es inevitable y, como diría el ex primer ministro francés Manuel
Valls, “un hecho con el que tenemos que acostumbrarnos a vivir”. Pero, más que
acostumbrarnos (por la frecuencia que ha convertido al terror en algo casi
cotidiano), hay que aprender a lidiar con él.
Un día después de que Salman Abedi, de 22 años, muriera al provocar el estallido de la
carga explosiva que llevaba encima en la sala de espectáculos Manchester Arena,
dejando 22 muertos y 59 heridos, la primera ministra británica, Theresa May,
anunció que el Reino Unido elevaba su nivel de alerta a crítico, el máximo en
una escala de cinco.
Un
portavoz policial aseguró que el autor del atentado, que había viajado a Libia
hace una semana, formaba parte de una célula yihadista. “Está muy claro que lo
que estamos investigando es una red”, dijo. Es decir, que la pesadilla continúa
y en un escenario cada vez más incierto.
Desde
que el Estado Islámico irrumpió con una serie de atentados sangrientos en
Europa, principalmente, los ataques terroristas se han convertido en algo
rutinario (no normal). Cualquiera armado con un carro o un cuchillo puede ser
un terrorista en potencia. Una vigilia en Birmingham (centro de Inglaterra), en
solidaridad con las víctimas de Mánchester, fue interrumpida después de que la
policía detuviera en las inmediaciones a un hombre con un arma blanca y un bate
de béisbol.
Y
aunque los organismos de inteligencia hayan logrado prevenir cientos de
ataques, lo cierto es que el terrorismo de hoy es un reto para investigadores y
gobiernos que todavía luchan por encontrar la mejor manera de lidiar con el
problema.
En los últimos tres años ha habido una explosión en la
frecuencia de los ataques terroristas contra los países occidentales, y en la
letalidad de estos eventos. Desde el brutal ataque a París en noviembre de 2015
(130 muertos) hasta las bombas de marzo de 2016 en el aeropuerto de Bruselas y
la estación de metro de Maalbeek (32 muertos), hasta el camión de carga en Niza
(86 muertos), el furgón que golpeó un mercado de Navidad en Berlín (12 muertos)
y ahora una potente bomba en un concierto de Ariana Grande, el mensaje es que
no hay lugar realmente seguro. Hay tantos otros ejemplos recientes. Un
sacerdote cuya garganta fue cortada en medio de un servicio en Normandía. Un
atacante en Magnanville que mató a una pareja y luego transmitió en Facebook
Live horas de amenazas contra su hijo de tres años. Y el atacante suicida en un
concierto en Ansbach (Alemania), que hirió a 15, como recuerda The Atlantic.
El filósofo francés Phillippe-Joseph Salazar, experto
en terrorismo islámico y autor del libro Palabras armadas: Comprender y
combatir la propaganda terrorista, le dijo al periódico El Mundo que el error que se cometió al enfrentar
a este nuevo enemigo fue subestimarlo. “El discurso de fundación del califato
en la mezquita de Mosul fue una magnífica descripción de lo que venía y nos
reímos de él en lugar de tomar medidas (...). El resultado: nunca nos
preparamos para estos atentados, porque pensamos que eran locos, marginados o
enfermos mentales”.
Cuando
estalló la Primavera Árabe, en 2011, muchos organismos de inteligencia
interpretaron los hechos como “un golpe al extremismo”. Se equivocaron. Esas
revoluciones y sus consecuencias impulsaron el movimiento yihadista. “La guerra
civil en Siria y el caos sembrado en Libia luego de la muerte de Muamar Gadafi
colocaron a los extremistas al frente de los principales conflictos del mundo”,
explican expertos del Royal United Services Institute.
Grupos
como el Estado Islámico, que se adjudica cuanto atentado ocurre en el mundo,
aprendieron a utilizar las redes sociales para popularizar su causa, sin dejar
de aprovechar las redes en el terreno de Al Qaeda para mover devotos a sus
santuarios en Siria e Irak. El EI incluso se convirtió en pionero de un modelo
de planificador virtual para dirigir a sus operarios desde lejos.
El investigador Charlie Winter, del Centro
Internacional para el Estudio de la Radicalización y la Violencia Política,
señala en BBC que es la hora del
terrorismo low cost: “Se hacen operaciones
cero sofisticadas, pero de gran impacto”. El terrorismo aprendió la lección. El
autor del libro Inside Terrorism, Bruce Hoffman,
explica en The Guardian que “para las
organizaciones yihadistas, la capacidad de innovar es una necesidad, no un
lujo. Los grupos terroristas tienen el imperativo organizacional de aprender. A
medida que se enfrentan a una serie de desafíos internos y externos, estos
grupos se adaptan rápida y creativamente”.
El
EI fue uno de los primeros en usar drones. Lanzó más de 70 en sólo dos días
durante el comienzo de la ofensiva en su contra en Irak. Y además estableció un
impresionante aparato comunicacional para hacerse omnipresente en las redes
sociales, antes de Twitter. “Estableció una marca como cualquier organización,
e incluso impuso el desarrollo del aprendizaje en línea”, añade Hoffman.
Todavía
no se sabe si Salman Ramadan Abedi contaba con una red. Lo que sí está claro es
que hablaba sobre el valor de morir por una causa. ¿Cuál?
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