Genocidio armenio: 100 años de impunidad
Cuando se acuñó la palabra genocidio en Turquía,
se hizo precisamente pensando en las atrocidades cometidas contra armenios bajo
el régimen de Talat Pasha, en el que más de un millón de armenios fueron
asesinados. A pesar de que en 1920 los tribunales militares celebraron en
Constantinopla (hoy Estambul) los juicios que condenaron in absentiaa
Talat Pasha —también a Enver Pasha, Cemal Pasha— por la concepción,
organización y ejecución de las matanzas masivas contra el pueblo armenio, los
tres escaparon de la justicia huyendo al extranjero. Años más tarde Soghomón
Tehlirián, un armenio que sobrevivió a la matanza de su familia, asesinaba a
Talat Pasha.
manifiesto,
una vez más, la necesidad de tipificar como delito contra el derecho de gentes (delicta
iuris gentium) las conductas que comportan un peligro para la
comunidad internacional en las cuales la voluntad del autor pretende, no
solamente a lesionar al individuo, sino aniquilar la colectividad a la cual
pertenece. Y esto es lo que sucedió en Anatolia, actual territorio del Estado
turco.
Hoy, 100 años después del comienzo de la
matanza, Turquía sigue negando el genocidio y los familiares de las víctimas
sufren un luto incompleto. Y lo que es más grave, no se trata sólo de una
postura oficial estatal, sino que está respaldada por la extraordinaria
convicción de casi la totalidad de la ciudadanía que afirma que lo que el resto
del mundo llama “genocidio” no fue más que una “catástrofe” o un “desastre”,
conceptos que intentan eludir la responsabilidad que el Estado turco —como
heredero del Imperio Otomano— tuvo como perpetrador, instigador y autor de los
crímenes y violaciones que se cometieron contra más de un millón de personas
con el fin último de llevar a cabo una limpieza étnica que terminara con las
reivindicaciones nacionalistas de esta minoría.
Los familiares de las víctimas, y con
ellos toda la humanidad, tienen derecho a ese reconocimiento de la realidad que
rodearon los actos comenzados en 1915. Una realidad que refleja lo más oscuro
del ser humano y que sólo a través de la memoria y la reparación podrá evitarse
de nuevo.
En
1913 se constituyó el Comité de Unión y Progreso (CUP) liderado por Talat
Pasha, de ideología nacionalista y cuyo principal lema esgrimía “Anatolia para
los turcos”. En 1914, un ejército compuesto por 120.000 rusos y 5.000 armenios
entró en el imperio, convirtiendo a los armenios en enemigos de la nación, el
chivo expiatorio de los turcos tras el declive y la derrota del imperio.
El 24 de abril de 1915, las fuerzas
otomanas decapitaron a la cabeza intelectual de los armenios —235 personas— en
un movimiento encaminado a desestructurar a su población mediante la
eliminación de sus líderes. Tras estas matanzas, la ley otorgó la legitimación
al Gobierno para arrestar y deportar armenios aldea por aldea, informándoles de
que se les reubicaría en localidades del interior del país.
La palabra oficial usada por el Gobierno
fue “exilio”, pero en la práctica fue “viaje de la muerte”, para la
exterminación. A una parte de los armenios se les obligó a caminar a pie —a
veces en círculos— bajo un calor asfixiante, en unas condiciones en las que
cualquier hombre sano perecería. No se les permitía beber ni descansar. Y si no
se les deportaba a pie, se les embarcaba en el ferrocarril de Anatolia o el que
une Berlín con Bagdad —obligándoles a comprar sus billetes de tren, una
práctica repetida por los nazis durante el Holocausto— y en ellos morían de
asfixia. Obviamente, los más débiles —ancianos, niños, mujeres embarazadas—
morían y si no podían seguir, se les sacrificaba. A los pocos supervivientes de
las eternas marchas les abandonaron en el desierto de Der Zor.
Sólo
en 1915 The New York Timespublicó 145 artículos recogiendo los
acontecimientos, que calificó como un “exterminio racial planeado y organizado
por el Gobierno”. Las noticias fueron confirmadas por fuentes consulares, que
describieron cómo cientos de cuerpos y huesos se amontonaban en los caminos de
Anatolia. En estas 4.000 páginas de declaraciones se puede leer cómo el
Éufrates se tiñó de rojo transportando los cuerpos de personas a quienes se les
había arrebatado la vida o que, en desesperación, se arrojaron para acabar con
una existencia marcada por el horror. Por todas partes había mujeres desnudas y
no se sabía si estaban vivas o muertas.
Además de la persecución oficial, una
unidad secreta paramilitar de la CUP dirigida por un médico, Behadin Shakir,
organizó escuadrones de la muerte que golpeaban a los armenios en su marcha o
durante sus escasos descansos. Asimismo, se propagó la idea de que si se mataba
a un armenio, se abrirían las puertas del cielo, por lo que los lugareños
acabaron participando en las matanzas.
Las violaciones de mujeres fueron un
componente esencial del genocidio y estas se cometieron contra niñas y ancianas
incluidas. Aurora Mardiganian fue testigo de la muerte de los miembros de su
familia, obligados a caminar más de 2.250 kilómetros. Fue secuestrada y vendida
en los mercados de esclavos a un harem. Entre todos los horrores relata cómo 16
jóvenes muchachas armenias fueron desnudadas, violadas y empaladas por sus
torturadores otomanos al no cumplir con sus deseos.
Casi todos los armenios (11 a 12 millones) han sufrido
en sus familias el zarpazo del terror. Y si bien es cierto que el nuevo Estado
turco que se constituyó en 1923 se aleja radicalmente del CUP, dedica
considerables esfuerzos y dinero a defender que estos crímenes fueron cometidos
en un periodo de guerra y no como actos genocidas. Esta política pone en
cuestión el avance del Estado turco que se apoya en una memoria en gran medida
construida, fabricada y manipulada. Turquía debe reconocer el genocidio en
beneficio no sólo de las víctimas, sino de su propia subsistencia y de la de
toda la humanidad. La verdad y la reparación tienen un lugar necesario como
medida de justicia para el pueblo armenio. Por el contrario, la impunidad y la
negación del genocidio armenio avergüenza a quienes la defienden.