Ébola, una epidemia sin precedentes
El brote de ébola en África occidental es
un tren que va más rápido que quienes lo perseguimos, que los esfuerzos para
atajarlo. Llevamos seis meses haciendo esa comparación, desde marzo, cuando la
Organización Mundial de la Salud (OMS) informaba de un brote del virus en
Guinea. Pero siendo metafóricamente correctos, deberíamos decir que para cuando
la OMS declaró la epidemia una “emergencia de salud pública internacional”, el
8 de agosto, el tren ya había descarrilado. Ahora, ha provocado un incendio que
está arrasando la ciudad, barrios, viviendas, escuelas y hospitales, y que se encamina,
desbocado, hacia una gran gasolinera.
Se han registrado más de 2.700 muertes y
5.927 personas se han contagiado en Guinea, Liberia, Sierra Leona, Nigeria y
Senegal (y, en un brote diferente, en República Democrática de Congo). Pero
esto es solo la punta del iceberg. Los seres humanos infectados, muertos o que
están sufriendo enormemente son más. En primer lugar, la OMS admite que hay
muchos casos no declarados, probablemente tantos como los oficiales. En segundo
lugar, la mortalidad indirecta causada por el colapso del sistema de salud en
amplias zonas afectadas por la epidemia no ha sido calculada, pero es sin duda
enorme: estamos en plena estación de lluvias, y la malaria, las infecciones
respiratorias y las diarreas se ceban en una población vulnerable que no tiene
clínicas ni hospitales a los que acudir. En tercer lugar, regiones enteras
tienen problemas de suministro de alimentos por el derrumbe de instituciones,
comercio y agricultura, empeorado por las restricciones al tráfico de
mercancías. Por último, el potencial de violencia social es altísimo y puede
empeorar al paso de una epidemia que se propaga sin freno. El escenario, por
tanto, es mucho más grave que el simple “6.000 personas afectadas por una
enfermedad exótica y agresiva”.
Médicos Sin Fronteras (MSF)
agradecen que, por fin, algunos países (Estados Unidos, Reino Unido, Cuba,
Francia o China) se hayan comprometido a desplegar medios y personal
especializado, pero debemos enfatizar que la asistencia debe llegar con
urgencia hoy a los países afectados, y que estas ayudas no son suficientes: el
40% del total de los enfermos se ha infectado en los últimos 21 días, el
periodo de incubación del virus. Cada tres semanas, el número de afectados se
duplica, en una progresión geométrica que amenaza con multiplicarse imparable
por dos, tres, cuatro...
Vamos muy por detrás de la enfermedad y
cada día nos saca más ventaja: en la capital liberiana, Monrovia, se ha ido
ampliando sucesivamente el centro ELWA 3. Cuando se instaló, era el mayor
de la historia de MSF en un brote de ébola: de las 80 camas iniciales pasó a
120, luego a 200. Y siempre, tras cada ampliación, en apenas unas horas, volvía
a estar colapsado. Colapsado hasta el punto de tener que rechazar nuevos
pacientes porque los equipos están desbordados.
Se ven personas esperar tumbadas,
bajo una lluvia persistente a la entrada del centro, porque no hay otro lugar
donde ir. Asistimos impotentes a la muerte de pacientes en la puerta sin poder
hacer nada. Hace tiempo ya que advertimos de que habíamos superado nuestros
límites. Estamos hablando de una catástrofe que supera la capacidad de
cualquier organización humanitaria y que amenaza con desestabilizar toda una
región. Estamos ante una situación excepcional que requiere medidas
excepcionales como las que hemos solicitado en reiteradas ocasiones a los
países que cuentan con recursos civiles y militares especializados en
contención biológica.
El ébola es una enfermedad cruel, por su
virulencia, pero también porque el contagio se produce entre familiares y
cuidadores, entre aquellos que alimentan, hidratan y limpian a los enfermos,
entre aquellos que amortajan con duelo a sus muertos. Solo un despliegue de
solidaridad internacional de gran magnitud podrá igualar y amilanar la crueldad
de la infección y revertir su curva de crecimiento descontrolada. Todos
nosotros tenemos el deber moral y la responsabilidad de facilitar recursos para
aumentar los centros de aislamiento, establecer laboratorios móviles y
habilitar puentes aéreos para enviar personal y suministros.
Estados Unidos ha dado un primer paso al
anunciar el envío de personal especializado civil y militar y planes para
construir 17 centros de tratamiento y formar a 500 trabajadores sanitarios cada
semana. De forma excepcional y consciente por fin de la gravedad de la
situación, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha celebrado una
histórica reunión de emergencia y ha aprobado una resolución con el apoyo de
131 Estados, en la que se califica la epidemia de “amenaza para la paz” y se
solicita a todos los Gobiernos el envío urgente de material y personal médico
especializado.
Por su parte, la Unión Europea —aunque
tarde, como ha reconocido la propia comisaria de Cooperación Internacional— ha
comprometido 150 millones de euros en ayudas.
Llevamos seis meses perdiendo la batalla
contra el virus y no podemos permitirnos ni un día más de retraso. La OMS ya ha
advertido de que en los próximos tres meses podríamos llegar a 20.000 casos, y
según otras estimaciones, como las realizadas por los Centros para el Control y
la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, esta cifra se podría superar
en mucho. Cada semana que pasa resulta más complicado contener un brote que
hace tiempo dejó de ser simplemente una epidemia para convertirse en una
catástrofe humana que traspasa las fronteras y las capacidades de los países
afectados.
Hasta ahora, en los países desarrollados
ha imperado la cortedad de miras, exclusivamente centrados en prepararse para
recibir uno o dos casos de afectados por el virus, en vez de actuar en la
región donde sufren el brote miles de personas. Sin ayudar a apagar el incendio,
se han preocupado por evitar las pocas chispas que les llegan. Y esto ha sido
un error, como el esperar, egoístas, a que el fuego se extinga por sí mismo.
Para apagar el incendio de una vez por todas, tenemos que equiparnos y
adentrarnos en la ciudad en llamas.
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