“Se acabó la caña.
¿Quieren también terminar con nosotros?”
En la sala del barrancón
de madera y zinc donde creció Elena Lorac Pies cuelga la fotografía del momento
exacto en que ella comenzó a sospechar que su vida estaba suspenso. Es un plano
americano de Elena, vestida de toga verde y birrete negro, sosteniendo entre
las dos manos el título de la escuela primaria. Elena nació en República Dominicana el 18 de octubre de
1988 de una pareja de braceros haitianos, que migraron en los años setenta del
siglo pasado con un contrato de trabajo en la industria dominicana del azúcar.
Desde que acabó la escuela, Elena y sus padres han intentado sin éxito que la
Junta Central Electoral, encargada del registro civil, le entregue una copia
del acta de nacimiento que certifica su nacionalidad. El 23 de septiembre
pasado Elena supo que ese documento nunca lo recibirá. El Tribunal
Constitucional sentenció ese díaque los hijos de extranjeros no residentes nacidos en
República Dominicana a partir de 1929, dejarán de ser considerados dominicanos.
“¿Cómo va a ser que
digan que no tenemos identidad, si nuestros padres nos registraron como mandaba
la ley de entonces?”, dice Elena, mientras enseña los documentos que las
autoridades del registro civil le entregaron a sus padres. Desdobla una vieja
declaración expedida en 1993 por la misma Junta Central Electoral dominicana donde
dice que su nacimiento fue inscrito en los libros del registro civil de Sabana
Grande de Boyá, una comunidad a 90 kilómetros al este de Santo Domingo, rodeada
por los viejos bateyes que servían al ingenio azucarero Río Haina, convertidos
en pueblos fantasmas tras la privatización del central.
Los padres de Elena la
presentaron al registro utilizando sus fichas, los permisos de
migración expedidos por el Consejo Estadal del Azúcar que el Gobierno
dominicano entregaba a cada bracero haitiano para hacer constar que trabajaba
legalmente en el país durante la estación de cosecha. La ficha llevaba los
nombres y apellidos del jornalero, el año de la zafra en la que fue contratado,
el nombre del batey y la colonia a la que pertenecían y el sello húmedo del
ingenio al que servían. Desde 1915-1916, cuando ambos territorios –primero el
haitiano y luego el dominicano- fueron ocupados por Estados Unidos, la mano de
obra haitiana se convirtió en motor de la industria. Durante el periodo
1952-1966, la contrata dependía de una negociación directa entre los Gobiernos
de República Dominicana y Haití.
Si bien no eran
esclavos, los braceros vivían cautivos. Tenían prohibido salir del ámbito de
los bateyes, los asentamientos de jornaleros construidos especialmente para
ellos alrededor de los cultivos de caña. Allí tenían lo necesario: la tienda
para cambiar sus recibos de pago por víveres, un pequeño centro médico. En el
batey Verde de Enriquillo, donde todavía vive la madre de Elena, sigue en pie
la caseta de vigilancia del capataz, el almacén de las herramientas y también
los barracones que servían de casa a los obreros, largas hileras de galpones de
madera y zinc, con decenas de pequeñas puertas en sus dos caras. Detrás cada
puerta, en un espacio de cinco metros cuadrados, solían vivir los braceros
haitianos y dominicanos en grupos cinco o seis. Ahora se aprietan familias
enteras: la tercera y cuarta generación de dominicanos nacidos de padres
haitianos.
Los hijos ya adultos de
esas familias, considerados dominicanos por el principio del ius solis (derecho
al suelo, el que prima el lugar de nacimiento para determinar la nacionalidad)
establecido en la Constitución dominicana hasta la reforma del 26 de enero de
2010, llegaron a tener certificados de nacimiento, cédulas dominicanas y podían
votar y postularse a elecciones. Pero oficialmente han tenido problemas para
obtener sus documentos desde 2007, cuando la Junta Central Electoral aprobó una resolución (la
Resolución 12-07) que negaba la emisión de documentos de
identidad a su nombre, en medio de un plan de depuración del registro civil,
bajo el argumento de que estaba viciado por la proliferación de documentos de
identidad falsos u obtenidos de forma fraudulenta a través del pago de sobornos
a funcionarios. Una depuración que comenzó con los apellidos haitianos,
escritos por los notarios dominicanos como se pronuncian en castellano: Antuan,
Lorac, Pol, Sebil, Sentilis.
Pero la revisión
discrecional de documentos ocurría desde mucho antes: en 2005, la Corte
Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado dominicano por la
violación de su derecho al nombre, a la nacionalidad y a la igualdad ante la
ley de dos niñas nacidas en su territorio de padres dominicanos, Dilcia Yean y
Violeta Bosico, al negarse a emitir sus actas de nacimiento. No hay noticias de
hijos de extranjeros de otra nacionalidad que hayan enfrentado en República
Dominicana el mismo proceso.
La Constitución de 2010
exceptuó del derecho a la nacionalidad a los hijos de extranjeros en condición
de “tránsito” o que “residan ilegalmente en territorio dominicano”. Pero
estableció también que serían reconocidos como dominicanos quienes gozaran de
la nacionalidad antes de la entrada en vigencia de la reforma. Bajo este
principio, Juliana Deguis, de 29 años de edad, solicitó un amparo y la opinión
del máximo tribunal del país respecto a la negativa de la Junta Central
Electoral de entregarle sus documentos. En su fallo del 23 de septiembre pasado,
el Tribunal Constitucional interpretó que ni Deguis ni ningún hijo de
extranjero en situación irregular nacido a partir de 1929 tenía derecho a la
nacionalidad; de acuerdo a los cálculos que cita la sentencia, además de
Deguis, unos 665.148 hijos de inmigrantes, que hoy en día representan el 6,87%
de la población total del país, califican dentro de ese supuesto.
Dilia Sentilis y su
marido, Euris Sebil son los pastores de la iglesia pentecostal de la Asamblea
de Dios y tienen los ocho hijos que les envió el señor. Con sus cédulas
dominicanas pudieron registrar a cada uno, con excepción del más pequeño, de
siete meses de edad. Desde 2007, Dilia y Euris reúnen a sus hermanos del batey
de Sabana Larga en un círculo de oración para pedir al señor, primero, por la
anulación de la Resolución 12-07 y ahora, por la revisión de la sentencia. “No
es que Dios no está viendo lo que está pasando, sino que él permite estas cosas
para que…No sé para qué lo permite, pero quizás con la ayuda de él se
resuelve”, ruega Dilia. “Porque cuando estaba la caña (las autoridades) nunca
habían hecho nada de esto. Pero ahora que terminó la caña, ¿quieren terminar
también con nosotros?”.
Hace casi una década que
los cañaverales dejaron de rodear a los bateyes de Sabana Grande de Boyá. El
Ingenio Río Haina, que se alimentaba de esos cultivos y que desde su
inauguración en 1950 era considerado el mayor central azucarero del mundo,
cerró sus puertas tras ser vendido a la empresa privada y donde antes crecía la
caña crecen ahora los cultivos de madera. Más de la mitad de los doce ingenios
azucareros que el Estado dominicano administraba a través del Consejo
Estadal del Azúcar desde la muerte del dictador Rafael Leonidas
Trujillo (1961) corrieron la misma suerte: fueron vendidos entre 1996 y 1998 y
cerrados años más tarde.
Solo cinco de estos
centrales siguen operando: el Ingenio Barahona, en manos del Consorcio Azucarero Central del que son
accionistas mayoritarios un grupo de inversionistas norteamericanos y
franceses; los ingenios Cristóbal Colón y CAEI (antiguo Ingenio Italia),
propiedad de la familia Vicini, de origen italiano; el central Romana, de
capital extranjero y dominicano; y el ingenio Porvenir, rehabilitado por la
empresa española. La mano de obra haitiana sigue llegando a estos cultivos,
donde cada trabajador recibe un pago de 200 pesos (poco más de 4,5 dólares) por
cada tonelada cortada. Pero el azúcar dominicano ya no representa gran cosa en
un mercado mundial dominado en 65% por los productos brasileños.
Sin embargo, los
jornaleros haitianos no dejan de emigrar en busca de empleo en los cultivos de
bananos, de arroz, de café. Los productores nacionales que exportan algunos de
estos rubros agrícolas a los países de Europa, bajo el Acuerdo de Asociación Económica (EPA, por
sus siglas en inglés), están obligados a respetar algunas políticas de
seguridad laboral y de respeto básico a los derechos de esta comunidad de
migrantes. Pero un amplio sector del empresariado dominicano acude a las mafias
del tráfico ilegal para dotar de músculo a las maquilas, a la construcción y al
comercio informal.
La inmigración haitiana ya no solo puebla las
parcelas de los viejos ingenios, sino también los barrios empobrecidos de las
áreas urbanas del país. Algunos bateyes, como batey Verde, han devenido en
caseríos donde vegeta una mayoría desempleada, envejecida. “La historia del
batey ya pasó. El batey no vuelve más. Desde que se terminó la caña, somos los
muertos los que vivimos aquí. Y esa caña no vuelve más nunca”, dice Luis María
Cabrera, un dominicano de “pura cepa”, hijo de padres dominicanos, que trabajó
picando caña para el Ingenio de Río Haina desde 1950. A sus 76 años, recibe una
pensión de 5.180 pesos (120 dólares) por los servicios prestados al Estado y
aunque el dinero no le alcanza, reclama el mismo pago para sus compañeros
haitianos, que han ido muriendo sin cobrar un peso. “Aquí hay una liga de
haitianos con dominicanos que no hay jabón que la quite, eso ya nadie lo puede
negar”.
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