JINETERAS DE LA
PATRIA: Oleadas de venezolanas llegan a Cúcuta a ejercer la prostitución
En la penumbra rojiza del
local, Daysi le enseña su cédula a un posible cliente para certificarle que es
venezolana. Tiene
27 años y desde hace seis meses trabaja como prostituta en uno de los bares
ubicados cerca del Terminal de Transportes de Cúcuta.
Viene por temporadas. Hace seis días tomó un avión de
Caracas a San Cristóbal, en el Táchira, y luego un transporte colectivo que la llevó hasta San
Antonio, en la línea fronteriza.
Daysi es trigueña, alta y acuerpada. Usa tacones,
shorts amarillos y blusa negra, escotada. Habla muy bien, con un lenguaje amplio y fluido. Dice
que es administradora de recursos humanos, con dos especializaciones y varios
años de experiencia en entidades del gobierno de su país. Pero hace dos años la
despidieron y le tocó empezar a negociar con calzado.
“Me iba hasta Bucaramanga a comprar zapatos y los
vendía en Caracas; al principio me iba bien, pero con la devaluación la gente dejó de comprar.
Andaba muy desesperada y una amiga a la que conocí en el negocio de los zapatos
me convenció de venir a trabajar en esto”, dice la mujer, que en menos de media
hora ya se tomado tres Costeñitas. En este lugar, la Costeñita cuesta tres mil
pesos, de los cuales ella recibe mil. Aclara, sin embargo, que su favorita es
la Polar Azul Light. “Me tomo una caja yo sola”, dice.
A esta hora, las 2:15 de la tarde, hay nueve clientes
y una veintena de chicas en el local. Algunas de ellas son ‘venecas’, como les dicen aquí.
Las venezolanas vienen, sobre todo, los fines de semana. “Llegan el jueves o
viernes y se van el domingo. Vienen de todas partes: de Caracas, de Maracaibo,
de Barquisimeto, de San Cristóbal”, afirma uno de los meseros.
“La mayor parte de las mujeres que conozco son
profesionales. Hay contadoras, administradoras; la otra vez vino una profesora
de un colegio de Caracas. Me contó que aquí se ganaba, en dos fines de semana,
lo mismo que le pagan allá en todo el mes”.
Los taxistas y los empleados de otros bares dicen que
la ciudad se está llenando de venezolanas. Y aunque el secretario de gobierno de Cúcuta, Óscar
Gerardino, afirma no tener cifras del fenómeno, la administración municipal comenzó
a hacer batidas en las calles y en algunos bares y hoteles baratos. “Son
medidas preventivas –dice el funcionario–, para mantener el orden durante la
temporada de diciembre”.
El mesero de uno de los bares del centro afirma que
las mujeres venezolanas comenzaron a llegar a los prostíbulos de Cúcuta a
principios de este año, por la época en la que el bolívar tuvo otro bajón
importante frente al peso. “Hace unos quince años era al contrario. Las
colombianas pasaban por Cúcuta y se iban directo a los prostíbulos de San
Cristóbal; ese era su sueño dorado, a nosotros ni nos miraban”, dice.
A juzgar por los testimonios recogidos, lo que ocurre
con la prostitución en Cúcuta es reflejo de las políticas económicas en el vecino país: a mayor
desabastecimiento y devaluación del bolívar, más venezolanas son empujadas
hacia los bares cucuteños.
La caída de la moneda venezolana la resume el portero
de uno de los bares: “Hace unos quince años usted cambiaba un millón de
bolívares y le daban 17 millones de pesos y hoy, por ese mismo millón de
bolívares, le dan como veinte mil pesos”. La cifra suena alucinante, pero es
real.
También suena fantástico lo que cuenta Miguel
Palacios, un profesor que se ha dedicado a estudiar los temas de frontera: “En
San Antonio uno puede tanquear el carro, full, con 500 pesos y, con lo que
cuesta una gaseosa y un pastel de garbanzo en un buen restaurante de Cúcuta,
podría desayunar toda una familia en Venezuela.
Wendy, otra de las venezolanas que trabaja en un bar
cercano al terminal de buses, resume así su situación: “En Venezuela me podría ganar 6000 bolívares mensuales
en una oficina, pero para qué me sirven y si allá un par de zapatos cuesta
2500”.
Wendy anda por los 30 años. Es rubia, delgada y muy
extrovertida. Vive
en San Cristóbal, a hora y media en carro, y como solo trabaja los viernes y
los sábados prefiere viajar en la mañana y regresar a su casa a las siete de la
noche, antes de que cierren la frontera. También dice tener estudios
universitarios: “Soy TSU (técnico superior universitario) en Publicidad y
Mercadeo”.
El portero del prostíbulo y Wendy manejan unidades
monetarias diferentes. El primero hace las cuentas en bolívares (que existieron hasta el 2012) y
Wendy las hace en bolívares fuertes, la moneda creada en el 2008 por el entonces
presidente Hugo Chávez, quien le quitó tres ceros a los precios de todos los
productos y a los billetes, con lo cual, un millón de bolívares se convirtió en
mil bolívares fuertes, pero su poder adquisitivo siguió a la baja.
Entre
más ratos, más bolívares
Entre
más ratos, más bolívares
Algunas de las prostitutas venezolanas llegan a
Colombia a través de intermediarios, que las ubican en los prostíbulos más
cotizados y les dan alojamiento y comida por unos 50 mil pesos diarios.
Otras, como Daysi, viajan por su cuenta y se alojan en
hoteles baratos. Eso
les da mayor libertad para moverse por diferentes negocios. “Ellas -dice el
portero de otro bar- prefieren trabajar donde las dejen entrar y salir,
dependiendo de cómo esté la clientela, porque les interesa hacer muchos ratos”.
Un rato, en la jerga de las prostitutas, es una unidad
de medida. Entre más ratos haga una de ellas, más plata gana. Y ‘hacer un rato’
significa ir a la pieza con un cliente durante unos veinte minutos.
Wendy, por ejemplo, dice que de 10 de la mañana a 6 de
la tarde se hace unos seis ratos. Eso significa que en el día se gana unos 240 mil
pesos (a 40 mil pesos el rato, en promedio). La tarifa del rato “depende de la
cara del cliente” y de lo “cotizada que sea la hembrita”, explica un mesero.
Una de las prostitutas venezolanas más cotizadas en
Cúcuta se hace llamar Liliana. Trabaja por temporadas en ‘La oficina paisa’, un local ubicado a cuatro cuadras de la alcaldía
municipal. A Liliana, el mesero la describe como “blanca, pelirroja y alta”. Y,
como para despejar cualquier duda agrega: “¡Y buena!”
“Liliana es de 10 ó 15 ratos en una noche, cuando hay
buena clientela, las demás se hacen la mitad”, dice. El hombre oprime la aplicación de calculadora en
su celular y hace el cambio de pesos a bolívares fuertes con la destreza típica
de los habitantes de frontera para estas operaciones.
“Vea, si ella se hace diez ratos… póngale a 70 mil,
porque a eso se los pagan, son 700 mil pesos. Eso son unos 35 millones de
bolívares (el equivalente a unos siete salarios mínimos de Venezuela), entonces
¿dígame si no es negocio?”, dice el hombre.
Según él, las venezolanas que están dedicadas por
completo a la prostitución llegan a Colombia con la meta de llevarse, por ejemplo, 100 mil
bolívares fuertes, que equivalen a dos millones de pesos. Apenas logran su
meta, regresan a su país y vuelven cuando se les acaba la plata.
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