A 'puebliar' al estilo francés
Más
allá de París, una guía para explorar Francia y su costa. Ruta medieval en el
sur de la Bretaña.
Con más de 36.000 comunas (desde
caseríos hasta ciudades), Francia es la meca de los pueblitos, las iglesias,
los caminos empedrados y los castillos. Y recorrerlos es el plan perfecto para
conocer la esencia de este país.
Una de
las regiones ideales para tomar el volante y empezar es el sur de la Bretaña,
península al noroeste de Francia con una fuerte identidad cultural y de
tradición pesquera. Josselin, Locronan, Concarneau y Pont Aven son algunos
sitios de este recorrido, llenos de historia, gastronomía y arquitectura
medieval.
La capital de la región, Rennes, se
encuentra a solo cuatro horas de ruta de París o a dos horas en tren. De ahí se
parte hacia Josselin, a 81 kilómetros. La vía de acceso pasa junto a un río, el
canal de Nantes, que abraza un castillo de hace cerca de mil años y lleva el
mismo nombre del pueblo. Erigido en el siglo XI, ha sido construido y
reconstruido varias veces. Las guerras contra Inglaterra en el Medioevo, las
religiosas y las de Secesión del pueblo bretón para liberarse de Francia lo
moldearon hasta dejar una fortaleza de cuatro torres.
Hecho
en piedra y granito, recoge varios estilos arquitectónicos: un costado de la
fachada es medieval, mientras que el otro –esculpido en el siglo XVI– refleja
el estilo gótico del Renacimiento bretón. Dentro, donde las fotos no son
permitidas, se impone el neogótico de finales del siglo XIX. Aún habitado por
los herederos de Rohan, la primera planta fue adaptada para recibir a los
turistas. En el recorrido se conocen
obras de arte y lujosos muebles. Fuera del castillo está el Museo de Muñecas y
Juguetes, donde se exhiben más de 5.000 piezas. Pero es el mercado de los sábados el que se roba
el protagonismo de Josselin. Entre las 7:30 de la mañana y el mediodía, los
productores locales llenan las calles de carnes, frutas y legumbres, también
pan, miel fresca, charcutería fina, quesos con varios niveles de maduración,
vinos, ropa y hasta platos calientes.
La
‘cité’ de los pintores
A
una hora está Pont-Aven, ‘la cité de los pintores’, con sus molinos de agua,
sus flores silvestres y sus casas al borde del estuario del río Aven. Gracias al pintor posimpresionista Paul
Gauguin, este pueblito de 3.000 habitantes se hizo conocido. Él retrató a los habitantes, en
especial a las bretonas en su traje típico: un vestido negro con bordados de
flores coloridas, delantal blanco y, en la cabeza, una cofia decorada con
encajes.
El placer de Pont Aven está, además de
las galerías de arte que inundan la ciudad, en recorrerla a pie y atravesar las
cadenas de puentes de madera que atraviesan el río. No hay que dejar de probar
las galettes, que no son otra cosa que crepes, su producto gastronómico más
conocido.
Vivir
la vida del marinero
Tomando
de nuevo la ruta, hacia el occidente, está el puerto de Concarneau, ciudad
pesquera de costas rocosas. Con más de 20.000 habitantes, está llena de
rincones pintorescos para recorrer a pie. Sobresale Ville Close, isla medieval amurallada
con caminos de piedra, casas antiguas, restaurantes y tiendas.
Ahí,
el Museo de la Pesca exhibe antiguas y modernas herramientas de trabajo, barcos
pesqueros a escala y en tamaño real, como el Hémérica, afirmado al muelle y
abierto para acercar turistas al mundo de los marineros. En tierra firme hay
rincones curiosos como El Marinarium, con su acuario de 120.000 litros, y la
capilla de la Cruz, a 15 minutos de caminata por el borde del mar. Dentro hay
un navío a escala para proteger a los marineros que se iban durante meses al
mar. “Eso explica la sociedad matriarcal bretona. Ellas se quedaban en tierra
firme y lidiaban con los problemas del pueblo”, dice una guía. Cuenta la leyenda que Luis XIV, en el
siglo XVII, mandó a destruir los campanarios de varias iglesias porque los
bretones se negaron a pagar un alza en los impuestos y que, como protesta, las
mujeres elevaron a 30 centímetros la altura de sus cofias. Pero los historiadores coinciden
en que el cambio se dio en el periodo entreguerras, para recuperar una
tradición y como símbolo de belleza.
Concarneau es especialista en los platos
y conservas con base en sardinas y atún –cada año extraen 100.000 toneladas–.
Además de pescado, se consiguen mejillones, ostras y almejas, que se venden a
pregones, todos los días desde las seis de la mañana, en los mercados. Es una
ciudad con una amplia oferta hotelera –incluso hay un económico albergue de
juventud, junto al Marinarium– y en verano, los deportes náuticos y los
bañistas se toman las aguas.
Catedrales
históricas
Quimper,
27 kilómetros al occidente de Concarneau y con 64.000 habitantes, es una de las
ciudades emblema de Bretaña. En idioma bretón, único de esta región, su nombre
significa “encuentro entre ríos”. Desde el río Odet se ve la catedral de San
Corentín. Es una joya gótica del
siglo XIII, cuya construcción duró seis siglos y se hizo sobre otros edificios
prerromanos y romanos que datan del año 830.
Una de sus peculiaridades es su forma en
cruz latina, un poco torcida. Según el guía de la oficina de turismo de
Quimper, “algunos dicen que es para evocar la inclinación de la cabeza de Jesús
en la cruz, pero la verdad es que el terreno era inestable y no hubo más
remedio que desviar parte del edificio”. Su centro histórico, de calles
angostas, está bien preservado. Hay cafés, un mercado, boutiques de ropa,
joyerías y restaurantes por doquier. Y cerca está el jardín de Locmaria, que
aunque es moderno, se creó para retratar el estilo medieval y cristiano de
corredores de flores y plantas aromáticas.
El
recorrido continúa a 20 minutos de carretera hacia el occidente, hasta el
cinematográfico Locronan –Roman Polanski grabó ahí su película Tess–. Ahí se preservan intactas las fachadas
medievales de granito gris que en primavera contrastan con las hortensias
violetas, borgoña y azules. Su
principal atractivo es la iglesia de San Ronan, a la cual se le atribuye el
poder de la fertilidad. Fue uno de los templos preferidos de la duquesa Ana de
Bretaña, quien, tras ver morir seis de sus bebés, oraba allí, desesperada por
dar a luz un hijo sano.
Al ser la única heredera de Bretaña, la
monarquía francesa buscó a toda costa sellar matrimonios que ataran el futuro
de la península a su reino, todo en contra de la voluntad de la duquesa, que
deseaba la independencia bretona. A los 21 años ya se había casado con un
emperador y dos reyes que terminaron por anexar la península a Francia, en el
siglo XVI.
Misterio
neolítico
Una buena manera de terminar el
recorrido es devolverse en el tiempo, 125 kilómetros hacia el oriente, o una
hora y media de recorrido. Carnac y Locmariaquer, más que pueblos son cúmulos
de rocas de todos los tamaños muy alineados. Son a Francia lo que Stonehenge a
Inglaterra.
En
Carnac hay cerca 4.000 megalitos dispuestos en 11 filas a lo largo de 5
kilómetros, que datan de entre los años 2.000 y 5.000 antes de Cristo, en el
periodo neolítico.
Y en Locmariquer hay una enorme roca
(Menhir o piedra de pie) de 21 metros y 300 toneladas. Nada explica cómo llegó
hasta ahí, en plena Edad de Piedra, pues su composición no corresponde al suelo
de la zona donde se encuentra, sino al de otra que está a 10 kilómetros de
distancia. Por eso es la piedra más grande jamás desplazada por los humanos.
Ahí hay una tumba (Tumulus) de 140 metros y una recámara con una roca
horizontal –Dolmen– como techo.